- Óscar Bartolomé PoyFundador del ParnasoGenerador de debatePremio a la participación activa en el foroInsignia de oroDistinción al poeta que obtiene el reconocimiento de los demás compañerosPopularidadGalardón al poeta cuyos temas gustan a la comunidadMirmidónVeterano del foro
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Can’t take my eyes off you
Jue Jun 25, 2015 1:28 pm
En una fotografía hay una historia escrita y muchas otras por escribir.
O.B.P.
O.B.P.
En la radio sonaba ‘Can’t Take My Eyes Off You’, en la inconfundible voz de Frankie Valli. Era mediodía, y ella dormía la siesta en la habitación contigua. Nada, ni el zumbido de una mosca, podía sacarla de su plácido sueño. Por la ventana abierta entraba un ramillete de luz, y la brisa estival agitaba débilmente las cortinas. Afuera, en el jardín, se oía el murmullo de las abejas afanándose en recolectar el polen, y orientando sus antenas al lenguaje secreto de las flores. La única perturbación en el aire era el aleteo de una mariposa que, tímidamente, como quien duda si pedir permiso para entrar, se había posado en el alféizar, dorando sus alas en los rayos de sol.
Abrió un cajón del escritorio y extrajo un espejo de mano y una fotografía. Allí estaban los dos, abrazados y alegres, en un marco incomparable de felicidad. La acarició despacio, demorándose en cada centímetro de papel, y recorrió su silueta con las yemas de los dedos, como si quisiera palpar su cara a oscuras o se despidiera de algo muy querido. Luego se la llevó a los labios, y depositó un beso en el lugar donde estaba su boca, generosamente abierta en una sonrisa. Una lágrima afloró a sus ojos, la última que habría de derramar. No era un adiós, sino un hasta siempre.
Tras henchir de aire sus pulmones, encendió un mechero y prendió fuego a la foto, y se quedó contemplándola, pensativo, mientras la llama se hacía cada vez más grande y el papel más pequeño. Cuando sintió la mordida del fuego en los dedos, la arrojó a la papelera, siguiendo con la mirada la estela incandescente de las cenizas. Después se miró en el espejo, arrobado con su propia imagen, con el embeleso de un niño que descubre su reflejo en el azogue. Qué bonitos se veían sus ojos, moteados de reflejos opalinos, como ocelos de una falena otoñal, y cómo refulgían a la luz del mediodía.
Giró la silla lentamente y, a contraluz, hundió la cuchilla en la carne, ahogando los gritos de dolor y dejando la marca de los dientes en el puño. A tientas, como buenamente pudo, fue metiendo sus ojos dentro de una caja forrada de terciopelo. Al cerrar la tapa sonó una canción meliflua y nostálgica, como la del álbum de comunión que evoca un recuerdo de la infancia. Tal vez fuera la melodía de Love Story. Luego se ató un pañuelo a los ojos –o a lo que quedaba de ellos, que eran las cuencas vacías y sanguinolentas– para frenar la hemorragia. Pronto se empapó y se tiñó de rojo.
El día se había hecho noche. Sin luz y sin colores, el mundo ya no tenía nada que ofrecerle. Había guardado su imagen en la retina –era un decir–. Ya no volvería a mirar a ninguna otra mujer, y ella no volvería a sentir celos de él. Ahora por fin sabría que sólo tenía ojos para ella.
Abrió un cajón del escritorio y extrajo un espejo de mano y una fotografía. Allí estaban los dos, abrazados y alegres, en un marco incomparable de felicidad. La acarició despacio, demorándose en cada centímetro de papel, y recorrió su silueta con las yemas de los dedos, como si quisiera palpar su cara a oscuras o se despidiera de algo muy querido. Luego se la llevó a los labios, y depositó un beso en el lugar donde estaba su boca, generosamente abierta en una sonrisa. Una lágrima afloró a sus ojos, la última que habría de derramar. No era un adiós, sino un hasta siempre.
Tras henchir de aire sus pulmones, encendió un mechero y prendió fuego a la foto, y se quedó contemplándola, pensativo, mientras la llama se hacía cada vez más grande y el papel más pequeño. Cuando sintió la mordida del fuego en los dedos, la arrojó a la papelera, siguiendo con la mirada la estela incandescente de las cenizas. Después se miró en el espejo, arrobado con su propia imagen, con el embeleso de un niño que descubre su reflejo en el azogue. Qué bonitos se veían sus ojos, moteados de reflejos opalinos, como ocelos de una falena otoñal, y cómo refulgían a la luz del mediodía.
Giró la silla lentamente y, a contraluz, hundió la cuchilla en la carne, ahogando los gritos de dolor y dejando la marca de los dientes en el puño. A tientas, como buenamente pudo, fue metiendo sus ojos dentro de una caja forrada de terciopelo. Al cerrar la tapa sonó una canción meliflua y nostálgica, como la del álbum de comunión que evoca un recuerdo de la infancia. Tal vez fuera la melodía de Love Story. Luego se ató un pañuelo a los ojos –o a lo que quedaba de ellos, que eran las cuencas vacías y sanguinolentas– para frenar la hemorragia. Pronto se empapó y se tiñó de rojo.
El día se había hecho noche. Sin luz y sin colores, el mundo ya no tenía nada que ofrecerle. Había guardado su imagen en la retina –era un decir–. Ya no volvería a mirar a ninguna otra mujer, y ella no volvería a sentir celos de él. Ahora por fin sabría que sólo tenía ojos para ella.
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