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Solipsismo
Dom Jun 07, 2015 11:00 am
El infierno son los otros.
Jean-Paul Sartre
Jean-Paul Sartre
Era un maniático del control. Todo lo que no dependía de él le alteraba, le irritaba, le provocaba pánico y sudores fríos. Quería hacerlo todo por sí mismo, pues sólo así se sentía seguro. Tenía un serio problema para confiar en los demás. De ahí que cada vez le costara más relacionarse con la gente. Él jamás se hubiera atrevido a dejarse caer de espaldas esperando que unos brazos amigos le sostuvieran. Temía demasiado la caída.
Reconozcámoslo, nunca había destacado por sus habilidades sociales. Siempre había sido tímido y apocado en el trato, y más en presencia de mujeres, y como suele ocurrirles a muchos tímidos, su retraimiento se confundía a menudo con desafección y arrogancia. Así pues, no es de extrañar que tuviera pocos amigos, o ninguno, pues carecía de esa simpatía natural con que se gana incluso los corazones más reacios.
Con estas pinceladas tal vez sea innecesario añadir que era un solitario empedernido, que siempre lo había sido, incluso de niño, cuando se quedaba sentado en el pupitre en vez de salir a jugar al patio con los demás niños a la hora del recreo, y con la edad y las decepciones se había vuelto más huraño. Nunca había sido el más popular de la clase; antes al contrario, con frecuencia había sido objeto de burlas y escarnio. Todo ello había contribuido a fomentar no poco su carácter hosco y taciturno.
Si no tenía amigos era en parte porque nadie soportaba sus excentricidades. Como no tenía cerca quien se lo reprochara, había adquirido una colección de manías a cual más variopinta, y las había aceptado como normales –en su descargo podríamos aducir que a menudo llamamos manías a las costumbres ajenas que nos enervan por la sola razón de que no las compartimos–.
Y por si esto fuera poco, con la soledad como caldo de cultivo se había gestado en su interior un narcisismo que espantaba a cualquiera. Nunca había tenido un modelo en el que mirarse. Ni un padre, ni un tío, ni un hermano, nadie había sido su Quirón. Se había hecho a sí mismo, y estaba orgulloso de quien era. En su Olimpo él era el único dios. Se creía el ombligo del mundo. Todo giraba alrededor de él. Siempre él.
Pero con esta descripción quizás esté pecando de injusto o tendencioso. No todo en su persona era tan negativo como puede que haya dado a entender. También tenía sus virtudes, y en sus virtudes radicaban sus defectos –pues las virtudes y los defectos son como las dos caras de un chaleco reversible, intercambiables–. Era muy trabajador y disciplinado, y todo lo que hacía, lo hacía con exquisito cuidado. Nunca nadie le vio holgazanear. Siempre se mantenía ocupado en alguna tarea. No soportaba la idea de estar perdiendo el tiempo, y por eso nunca se permitía un momento de relajación. Había sido nombrado en varias ocasiones empleado del mes, y su jefe estaba encantado con él, porque no sabía lo que era cogerse unas vacaciones. También era meticuloso y perfeccionista en extremo. No es extraño, pues, que, observando tanta diligencia para sí, detestara profundamente la torpeza en los demás.
Si podemos decir esto de su vida social y profesional, qué no podríamos decir de su vida sentimental. Vivía solo, y no necesitaba de la compañía de nadie, ni siquiera de un perro. Al principio le costó, porque el hombre es un animal social y su inclinación natural le empuja a buscar lazos afectivos, pero con el tiempo se acostumbró a no necesitar a nadie, ni siquiera para hablar. Porque le aburrían las conversaciones intrascendentes y triviales, y eso era todo lo que podían ofrecerle. Por esa misma razón no tenía televisión en casa. Los mejores diálogos los mantenía con sus libros, y los libros, a diferencia de las personas, tenían la enorme ventaja de que nunca protestaban, ni siquiera cuando los despertabas a medianoche para pasar las páginas de su sueño eterno o los dejabas abandonados durante una larga temporada. ¿Para qué quería más? De vez en cuando, bien es verdad, hablaba solo, pero no por ello estaba loco. Al contrario de lo que la gente cree, hablar solo es un hábito muy saludable. Ayuda a liberar la tensión y el estrés.
De modo que él solo se bastaba. En su microcosmos era autosuficiente, como una ameba. ¿Para qué depender de otros si tengo en mí todo lo que necesito? Depender de los demás es exponerte a que te decepcionen, y si pueden decepcionarte, te decepcionarán. Yo no caeré en ese error, no seré tan débil. Así pensaba él, al menos. Por supuesto, nunca se había enamorado, ni se enamoraría. En su pequeño corazón sólo había espacio para él. El único amor que conoció fue el amor propio.
Para él la única jerarquía era la del espíritu, y en ese sentido, estaba en lo más alto de la pirámide. No conocía a nadie con una sensibilidad tan alquitarada como la suya. Podía mirar por encima del hombro, satisfecho, a todos esos seres adocenados que se movían como autómatas. Vistos desde lejos podían engañar por su apariencia humana, pero a la luz reveladora de la inteligencia se observaba que carecían de lo más importante: el alma. Se sentía como en un club selecto donde él era el presidente y único miembro.
De entre todas las manías que sufría y que sufrían, en mayor medida, los demás –podía haber pasado por un coleccionista de fobias–, había dos que le trastornaban sobremanera, hasta el punto de sentir una angustia rayana en la náusea: las aglomeraciones y el ruido. Con respecto a la primera, procuraba evitar los lugares más transitados y los eventos o las horas donde hubiera mayor afluencia de gente. Por supuesto, nunca salía de fiesta ni iba a conciertos. Tampoco cogía el metro en hora punta ni cuando, debido a un retraso, iba lleno. Prefería esperar al siguiente convoy, mientras, erguido sobre el andén, se reía maliciosamente, con altanería, de toda aquella frenética turba que se apiñaba con tal de no perder un par de minutos de su anodina existencia. ¿Adónde irán tan apresurados? ¿Tanta prisa tienen?, ¿o es que no ven el letrero luminoso? Son como borregos. Esta chusma se conduce como el rebaño, siendo la ignorancia su pastor. Pensamientos de este jaez se le pasaban a menudo por la cabeza en tales situaciones, produciéndole un inefable regocijo y una embriagadora sensación de superioridad.
El ruido era, por desgracia, más difícil de evitar, porque ¿cómo impedir que unos operarios municipales levanten el suelo con un martillo hidráulico a las ocho de la mañana o que los vecinos pongan la música a todo volumen cuando tú quieres dormir o leer en silencio? Los tapones para los oídos no eran una solución viable. Para él hubiera significado una claudicación, además de que tampoco neutralizaban del todo el ruido. Escribir quejas al Ayuntamiento tampoco era el remedio. Sabía que la lógica de la razón se perdía en el interminable papeleo. La burocracia no llevaba a nada.
La contaminación acústica, como eufemísticamente se la llama –como si fuera menos nociva que la contaminación medioambiental–, le perjudicaba mucho más que el dióxido de carbono o que cualquier otro gas de efecto invernadero. Poco le faltó en una ocasión para tirar a su vocinglera vecina por las escaleras durante una de sus frecuentes disputas a causa de sus potentes e insidiosas cuerdas vocales, emulando aquel famoso episodio protagonizado por Schopenhauer. Aunque para nuestra comodidad pensemos que su reacción fuera violenta y desproporcionada –y lo era–, fruto de una mente enajenada, sería injusto negarle el valor al silencio, y aplaudir su defensa, pues se trata de un bien cada vez más escaso del que se hace difícil disfrutar, sobre todo en las grandes ciudades. A fuerza de repetirse hemos acabado aceptando como normales atropellos y conductas incívicas, y pocos son los que se atreven a levantar un dedo admonitorio y hacer apología de su causa, quizá por considerarla perdida. A estos adalides del sentido común se les tilda de lunáticos, o de idealistas, en el mejor de los casos.
Otra cosa que no soportaba era el humo. El olor a tabaco le repugnaba, le hacía lagrimear los ojos y le irritaba la garganta. En su opinión, no había nadie más irrespetuoso que un fumador. A lo largo de su vida se había enzarzado en numerosas discusiones a cuenta del tabaco. ¿Cómo pueden sentirse perseguidas estas chimeneas andantes, cuando son ellas las que nos arrojan impunemente su nube de humo a la cara? Le parecía perfecto que alguien eligiese el tabaco como forma de suicidio, pero de ningún modo iba a consentir que un extraño le expusiese a sus humos mefíticos, como no consentiría que le pusieran un revólver en la nuca. No podía entender cómo alguien podía pagar por algo que le dañaba la salud. Es de personas timoratas que encuentran en algo tan insignificante como un cigarrillo toda la seguridad que les falta.
Como su intolerancia fue aumentando al mismo ritmo que el malestar causado por estas perturbaciones, llegó un día en que, cansado de la vida en sociedad, decidió dejarlo todo e irse a vivir al bosque, buscando un retiro espiritual. Abandonó todas sus pertenencias, y no sintió ninguna lástima. Ni siquiera echó una rápida mirada atrás cuando dejaba su casa. No podía sentir nostalgia por un bloque de cemento y hormigón. Sus raíces eran más profundas, y no estaban arraigadas en la materia. Sólo se llevó en un pequeño hato sus libros de filosofía, entre los que destacaban Así habló Zaratustra, Memorias del subsuelo y La náusea.
Después de mucho caminar, halló una cueva lo suficientemente alejada de la civilización como para sentirse solo y seguro, una cueva como aquélla en la que se refugió Timón de Atenas de la hipocresía del hombre o Grenouille de su vulgaridad. Ahora, por fin, lo tendría todo controlado, y podría hacer la vida que siempre había deseado, una vida contemplativa, ascética. Siempre había ansiado vivir en el más estricto recogimiento. Sin griteríos, sin muchedumbres ebrias y malolientes, sin humo cancerígeno, sin más reloj que el sol.
En la naturaleza tenía todo lo que necesitaba. Se alimentaba de frutas, raíces y hierbas, bebía de los manantiales de aguas claras y límpidas que brotaban del seno de la tierra e incluso hablaba con los pájaros que le regalaban sus trinos al rayar el alba. Alguna vez, incluso, daba de beber a los ciervos que se acercaban al arroyo con sus manos inocentes, limpias de sangre. Era feliz, todo lo feliz que un hombre recoleto puede ser.
Si alguien le hubiese visto en su actual y cimarrón estado, probablemente le habría tomado por una bestia salvaje, y habría huido antes de percatarse de que aquel ser andrajoso y semidesnudo que corría entre los árboles era un semejante. Pero por suerte para él, desde que escapó de la civilización no había vuelto a oír una sola voz humana. Tras meses de absoluto silencio en los que sólo había departido con el eco de su inteligencia, tenía incluso dudas de que su voz sonase humana, y no como un grito gutural, más propio de un oso.
Durante el estío había sido dichoso correteando desnudo por el bosque, como un sátiro o un fauno. Sin embargo, no tardó en precipitarse el invierno, y la poca ropa que aún conservaba, que además estaba sucia y ajada, apenas le servía para protegerse del frío. La cueva, rodeada de nieve hasta la entrada, más parecía un iglú, con afiladas estalactitas que colgaban del techo como lámparas de araña, y el poco fuego que pudo hacer con unas ramas enclenques y podridas y un puñado de paja húmeda apenas le sirvió para calentarse las manos. Nunca en su vida había pasado tanto frío, y nunca como entonces echó tanto de menos una estufa. Incluso se habría conformado con un simple mechero o con una caja de cerillas.
Con todo, no se acabaron ahí sus desgracias. Aquel invierno llegó cargado de tormentas. No había día que no lloviese, y llovía torrencialmente, sin tregua, como en el monzón. Con esta climatología tan adversa, casi no podía salir de su madriguera, y claro, pronto se quedó sin víveres. Buscó, palpando a ciegas, en los rincones más umbríos de la cueva, pero no encontró ni un triste hierbajo que llevarse a la boca, tan sólo algunos insectos de vida tan solitaria y miserable como la suya que no dudó en comerse, aunque en nada aliviaron su apetito. Pasó un hambre atroz. Su estómago rugía tanto que parecía querer devorar al resto del cuerpo, como la serpiente enroscada que se muerde la cola. Si no comía nada en los próximos días, moriría de inanición. Sería un esqueleto más en una cueva olvidada.
Como si un Dios lejano, en el que no creía, hubiera oído sus súplicas, dejó de llover. Tiritando, encorvado por el frío y el ayuno, vio cómo la luz del sol, que le había abandonado a las tinieblas de la soledad, penetraba tímidamente por la boca helada de la cueva. Afuera la nieve empezaba a derretirse y la primavera descalzaba su prístino verdor. Se incorporó a duras penas, tambaleándose. Le temblaba todo el cuerpo. A pasos lentos y vacilantes, apoyándose en la roca, avanzó hacia la salida. La naturaleza había recobrado su pulso, y él también. Lo peor ya había pasado. Sonrió ufano.
Pero se equivocaba. Lo peor no había pasado. Justo cuando se asomaba al exterior de la cueva, con la esperanza pintada en el rostro, oyó un ruido ensordecedor que procedía de lo alto de la montaña. Era como si el cielo se desplomara. De pronto empezaron a rodar por la empinada ladera piedras de todos los tamaños, barro, lodo, hojas, ramas e incluso árboles arrancados de raíz. Intuyendo lo que pasaba, cerró los ojos y se preparó para lo peor.
Aunque no creía en Dios, rezó. No había vuelto a rezar desde que sus padres le llevaban los domingos a misa, cuando se preparaba para hacer la comunión. Nada devuelve más la fe al ateo que la desesperación de la vida que se nos escapa y la certeza de una muerte segura. Entonces se produce la reconversión.
Después de la abundante lluvia caída en la zona durante los últimos meses, la tierra se había ablandado como la arcilla, y cuando la roca no pudo contener más su peso, se produjo un desprendimiento que arrasó con todo. La cueva quedó sepultada, con él en su interior. Gritó pidiendo auxilio, pero perdido como estaba en medio de la nada, atrapado en un oscuro agujero, nadie le oyó.
Murió solo, tal como siempre había querido vivir.
Reconozcámoslo, nunca había destacado por sus habilidades sociales. Siempre había sido tímido y apocado en el trato, y más en presencia de mujeres, y como suele ocurrirles a muchos tímidos, su retraimiento se confundía a menudo con desafección y arrogancia. Así pues, no es de extrañar que tuviera pocos amigos, o ninguno, pues carecía de esa simpatía natural con que se gana incluso los corazones más reacios.
Con estas pinceladas tal vez sea innecesario añadir que era un solitario empedernido, que siempre lo había sido, incluso de niño, cuando se quedaba sentado en el pupitre en vez de salir a jugar al patio con los demás niños a la hora del recreo, y con la edad y las decepciones se había vuelto más huraño. Nunca había sido el más popular de la clase; antes al contrario, con frecuencia había sido objeto de burlas y escarnio. Todo ello había contribuido a fomentar no poco su carácter hosco y taciturno.
Si no tenía amigos era en parte porque nadie soportaba sus excentricidades. Como no tenía cerca quien se lo reprochara, había adquirido una colección de manías a cual más variopinta, y las había aceptado como normales –en su descargo podríamos aducir que a menudo llamamos manías a las costumbres ajenas que nos enervan por la sola razón de que no las compartimos–.
Y por si esto fuera poco, con la soledad como caldo de cultivo se había gestado en su interior un narcisismo que espantaba a cualquiera. Nunca había tenido un modelo en el que mirarse. Ni un padre, ni un tío, ni un hermano, nadie había sido su Quirón. Se había hecho a sí mismo, y estaba orgulloso de quien era. En su Olimpo él era el único dios. Se creía el ombligo del mundo. Todo giraba alrededor de él. Siempre él.
Pero con esta descripción quizás esté pecando de injusto o tendencioso. No todo en su persona era tan negativo como puede que haya dado a entender. También tenía sus virtudes, y en sus virtudes radicaban sus defectos –pues las virtudes y los defectos son como las dos caras de un chaleco reversible, intercambiables–. Era muy trabajador y disciplinado, y todo lo que hacía, lo hacía con exquisito cuidado. Nunca nadie le vio holgazanear. Siempre se mantenía ocupado en alguna tarea. No soportaba la idea de estar perdiendo el tiempo, y por eso nunca se permitía un momento de relajación. Había sido nombrado en varias ocasiones empleado del mes, y su jefe estaba encantado con él, porque no sabía lo que era cogerse unas vacaciones. También era meticuloso y perfeccionista en extremo. No es extraño, pues, que, observando tanta diligencia para sí, detestara profundamente la torpeza en los demás.
Si podemos decir esto de su vida social y profesional, qué no podríamos decir de su vida sentimental. Vivía solo, y no necesitaba de la compañía de nadie, ni siquiera de un perro. Al principio le costó, porque el hombre es un animal social y su inclinación natural le empuja a buscar lazos afectivos, pero con el tiempo se acostumbró a no necesitar a nadie, ni siquiera para hablar. Porque le aburrían las conversaciones intrascendentes y triviales, y eso era todo lo que podían ofrecerle. Por esa misma razón no tenía televisión en casa. Los mejores diálogos los mantenía con sus libros, y los libros, a diferencia de las personas, tenían la enorme ventaja de que nunca protestaban, ni siquiera cuando los despertabas a medianoche para pasar las páginas de su sueño eterno o los dejabas abandonados durante una larga temporada. ¿Para qué quería más? De vez en cuando, bien es verdad, hablaba solo, pero no por ello estaba loco. Al contrario de lo que la gente cree, hablar solo es un hábito muy saludable. Ayuda a liberar la tensión y el estrés.
De modo que él solo se bastaba. En su microcosmos era autosuficiente, como una ameba. ¿Para qué depender de otros si tengo en mí todo lo que necesito? Depender de los demás es exponerte a que te decepcionen, y si pueden decepcionarte, te decepcionarán. Yo no caeré en ese error, no seré tan débil. Así pensaba él, al menos. Por supuesto, nunca se había enamorado, ni se enamoraría. En su pequeño corazón sólo había espacio para él. El único amor que conoció fue el amor propio.
Para él la única jerarquía era la del espíritu, y en ese sentido, estaba en lo más alto de la pirámide. No conocía a nadie con una sensibilidad tan alquitarada como la suya. Podía mirar por encima del hombro, satisfecho, a todos esos seres adocenados que se movían como autómatas. Vistos desde lejos podían engañar por su apariencia humana, pero a la luz reveladora de la inteligencia se observaba que carecían de lo más importante: el alma. Se sentía como en un club selecto donde él era el presidente y único miembro.
De entre todas las manías que sufría y que sufrían, en mayor medida, los demás –podía haber pasado por un coleccionista de fobias–, había dos que le trastornaban sobremanera, hasta el punto de sentir una angustia rayana en la náusea: las aglomeraciones y el ruido. Con respecto a la primera, procuraba evitar los lugares más transitados y los eventos o las horas donde hubiera mayor afluencia de gente. Por supuesto, nunca salía de fiesta ni iba a conciertos. Tampoco cogía el metro en hora punta ni cuando, debido a un retraso, iba lleno. Prefería esperar al siguiente convoy, mientras, erguido sobre el andén, se reía maliciosamente, con altanería, de toda aquella frenética turba que se apiñaba con tal de no perder un par de minutos de su anodina existencia. ¿Adónde irán tan apresurados? ¿Tanta prisa tienen?, ¿o es que no ven el letrero luminoso? Son como borregos. Esta chusma se conduce como el rebaño, siendo la ignorancia su pastor. Pensamientos de este jaez se le pasaban a menudo por la cabeza en tales situaciones, produciéndole un inefable regocijo y una embriagadora sensación de superioridad.
El ruido era, por desgracia, más difícil de evitar, porque ¿cómo impedir que unos operarios municipales levanten el suelo con un martillo hidráulico a las ocho de la mañana o que los vecinos pongan la música a todo volumen cuando tú quieres dormir o leer en silencio? Los tapones para los oídos no eran una solución viable. Para él hubiera significado una claudicación, además de que tampoco neutralizaban del todo el ruido. Escribir quejas al Ayuntamiento tampoco era el remedio. Sabía que la lógica de la razón se perdía en el interminable papeleo. La burocracia no llevaba a nada.
La contaminación acústica, como eufemísticamente se la llama –como si fuera menos nociva que la contaminación medioambiental–, le perjudicaba mucho más que el dióxido de carbono o que cualquier otro gas de efecto invernadero. Poco le faltó en una ocasión para tirar a su vocinglera vecina por las escaleras durante una de sus frecuentes disputas a causa de sus potentes e insidiosas cuerdas vocales, emulando aquel famoso episodio protagonizado por Schopenhauer. Aunque para nuestra comodidad pensemos que su reacción fuera violenta y desproporcionada –y lo era–, fruto de una mente enajenada, sería injusto negarle el valor al silencio, y aplaudir su defensa, pues se trata de un bien cada vez más escaso del que se hace difícil disfrutar, sobre todo en las grandes ciudades. A fuerza de repetirse hemos acabado aceptando como normales atropellos y conductas incívicas, y pocos son los que se atreven a levantar un dedo admonitorio y hacer apología de su causa, quizá por considerarla perdida. A estos adalides del sentido común se les tilda de lunáticos, o de idealistas, en el mejor de los casos.
Otra cosa que no soportaba era el humo. El olor a tabaco le repugnaba, le hacía lagrimear los ojos y le irritaba la garganta. En su opinión, no había nadie más irrespetuoso que un fumador. A lo largo de su vida se había enzarzado en numerosas discusiones a cuenta del tabaco. ¿Cómo pueden sentirse perseguidas estas chimeneas andantes, cuando son ellas las que nos arrojan impunemente su nube de humo a la cara? Le parecía perfecto que alguien eligiese el tabaco como forma de suicidio, pero de ningún modo iba a consentir que un extraño le expusiese a sus humos mefíticos, como no consentiría que le pusieran un revólver en la nuca. No podía entender cómo alguien podía pagar por algo que le dañaba la salud. Es de personas timoratas que encuentran en algo tan insignificante como un cigarrillo toda la seguridad que les falta.
Como su intolerancia fue aumentando al mismo ritmo que el malestar causado por estas perturbaciones, llegó un día en que, cansado de la vida en sociedad, decidió dejarlo todo e irse a vivir al bosque, buscando un retiro espiritual. Abandonó todas sus pertenencias, y no sintió ninguna lástima. Ni siquiera echó una rápida mirada atrás cuando dejaba su casa. No podía sentir nostalgia por un bloque de cemento y hormigón. Sus raíces eran más profundas, y no estaban arraigadas en la materia. Sólo se llevó en un pequeño hato sus libros de filosofía, entre los que destacaban Así habló Zaratustra, Memorias del subsuelo y La náusea.
Después de mucho caminar, halló una cueva lo suficientemente alejada de la civilización como para sentirse solo y seguro, una cueva como aquélla en la que se refugió Timón de Atenas de la hipocresía del hombre o Grenouille de su vulgaridad. Ahora, por fin, lo tendría todo controlado, y podría hacer la vida que siempre había deseado, una vida contemplativa, ascética. Siempre había ansiado vivir en el más estricto recogimiento. Sin griteríos, sin muchedumbres ebrias y malolientes, sin humo cancerígeno, sin más reloj que el sol.
En la naturaleza tenía todo lo que necesitaba. Se alimentaba de frutas, raíces y hierbas, bebía de los manantiales de aguas claras y límpidas que brotaban del seno de la tierra e incluso hablaba con los pájaros que le regalaban sus trinos al rayar el alba. Alguna vez, incluso, daba de beber a los ciervos que se acercaban al arroyo con sus manos inocentes, limpias de sangre. Era feliz, todo lo feliz que un hombre recoleto puede ser.
Si alguien le hubiese visto en su actual y cimarrón estado, probablemente le habría tomado por una bestia salvaje, y habría huido antes de percatarse de que aquel ser andrajoso y semidesnudo que corría entre los árboles era un semejante. Pero por suerte para él, desde que escapó de la civilización no había vuelto a oír una sola voz humana. Tras meses de absoluto silencio en los que sólo había departido con el eco de su inteligencia, tenía incluso dudas de que su voz sonase humana, y no como un grito gutural, más propio de un oso.
Durante el estío había sido dichoso correteando desnudo por el bosque, como un sátiro o un fauno. Sin embargo, no tardó en precipitarse el invierno, y la poca ropa que aún conservaba, que además estaba sucia y ajada, apenas le servía para protegerse del frío. La cueva, rodeada de nieve hasta la entrada, más parecía un iglú, con afiladas estalactitas que colgaban del techo como lámparas de araña, y el poco fuego que pudo hacer con unas ramas enclenques y podridas y un puñado de paja húmeda apenas le sirvió para calentarse las manos. Nunca en su vida había pasado tanto frío, y nunca como entonces echó tanto de menos una estufa. Incluso se habría conformado con un simple mechero o con una caja de cerillas.
Con todo, no se acabaron ahí sus desgracias. Aquel invierno llegó cargado de tormentas. No había día que no lloviese, y llovía torrencialmente, sin tregua, como en el monzón. Con esta climatología tan adversa, casi no podía salir de su madriguera, y claro, pronto se quedó sin víveres. Buscó, palpando a ciegas, en los rincones más umbríos de la cueva, pero no encontró ni un triste hierbajo que llevarse a la boca, tan sólo algunos insectos de vida tan solitaria y miserable como la suya que no dudó en comerse, aunque en nada aliviaron su apetito. Pasó un hambre atroz. Su estómago rugía tanto que parecía querer devorar al resto del cuerpo, como la serpiente enroscada que se muerde la cola. Si no comía nada en los próximos días, moriría de inanición. Sería un esqueleto más en una cueva olvidada.
Como si un Dios lejano, en el que no creía, hubiera oído sus súplicas, dejó de llover. Tiritando, encorvado por el frío y el ayuno, vio cómo la luz del sol, que le había abandonado a las tinieblas de la soledad, penetraba tímidamente por la boca helada de la cueva. Afuera la nieve empezaba a derretirse y la primavera descalzaba su prístino verdor. Se incorporó a duras penas, tambaleándose. Le temblaba todo el cuerpo. A pasos lentos y vacilantes, apoyándose en la roca, avanzó hacia la salida. La naturaleza había recobrado su pulso, y él también. Lo peor ya había pasado. Sonrió ufano.
Pero se equivocaba. Lo peor no había pasado. Justo cuando se asomaba al exterior de la cueva, con la esperanza pintada en el rostro, oyó un ruido ensordecedor que procedía de lo alto de la montaña. Era como si el cielo se desplomara. De pronto empezaron a rodar por la empinada ladera piedras de todos los tamaños, barro, lodo, hojas, ramas e incluso árboles arrancados de raíz. Intuyendo lo que pasaba, cerró los ojos y se preparó para lo peor.
Aunque no creía en Dios, rezó. No había vuelto a rezar desde que sus padres le llevaban los domingos a misa, cuando se preparaba para hacer la comunión. Nada devuelve más la fe al ateo que la desesperación de la vida que se nos escapa y la certeza de una muerte segura. Entonces se produce la reconversión.
Después de la abundante lluvia caída en la zona durante los últimos meses, la tierra se había ablandado como la arcilla, y cuando la roca no pudo contener más su peso, se produjo un desprendimiento que arrasó con todo. La cueva quedó sepultada, con él en su interior. Gritó pidiendo auxilio, pero perdido como estaba en medio de la nada, atrapado en un oscuro agujero, nadie le oyó.
Murió solo, tal como siempre había querido vivir.
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- María LópezPoeta DestacadoGenerador de debatePremio a la participación activa en el foroMirmidónVeterano del foro
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Re: Solipsismo
Miér Jun 10, 2015 11:46 pm
Me gustó mucho, especialmente, me gustó el desdoblamiento de la mente del protagonista. Es casi como espiar a alguien, entrar en su cerebro y eso...Seguramente, el infierno (cito la entradilla), serán los otros, especialmente si no se sabe como llegar a ellos, si no se sabe como dejar que entren...
Abrazos.
_María
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Re: Solipsismo
Dom Jun 28, 2015 10:18 pm
María López escribió:Me gustó mucho, especialmente, me gustó el desdoblamiento de la mente del protagonista. Es casi como espiar a alguien, entrar en su cerebro y eso...Seguramente, el infierno (cito la entradilla), serán los otros, especialmente si no se sabe como llegar a ellos, si no se sabe como dejar que entren...
Abrazos.
_María
Me alegro de que te haya gustado. Una de las "moralejas" de este relato o fábula moral (me encantan los cuentos filosóficos de Voltaire, como 'Zadig', 'Cándido' o 'Micromegas', creo que se nota) es que muchas veces no sabemos bien lo que queremos, y que sólo cuando se ve cumplido nuestro deseo nos damos cuenta de su futilidad.
Un abrazo, María.
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