- Óscar Bartolomé PoyFundador del ParnasoGenerador de debatePremio a la participación activa en el foroInsignia de oroDistinción al poeta que obtiene el reconocimiento de los demás compañerosPopularidadGalardón al poeta cuyos temas gustan a la comunidadMirmidónVeterano del foro
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Fotografía
Sáb Jun 13, 2015 11:12 am
Ahora sabía que nunca saldría de allí. Nunca más volvería a verla, nunca más vería la luz, su luz. No quería seguir pensando en ella. No podía. Su sola imagen le mortificaba. Estaba muerto para todos, incluso para sí mismo. Entonces, ¿para qué hacerse ilusiones? ¿Para qué darle esperanzas? No había esperanza. La puerta se había cerrado detrás de él, y jamás volvería a abrirse.
Ver amanecer entre rejas es como tapiar el sol. No puede haber mayor sensación de impotencia que vivir en el subsuelo, entre emanaciones tóxicas y gases mefíticos, sabiendo que fuera se respira aire limpio. Y qué decir del canto de los pájaros, que te recuerda que aquí los enjaulados somos nosotros, los hombres.
Ambos sabían muy bien que se pudriría en esta pocilga todo lo que le aguantase el cuerpo, y probablemente le aguantaría poco, porque su salud estaba quebrada tras días de penalidades y sevicias. También sabían que en esta puta selva al menor indicio de debilidad eres hombre muerto, porque los depredadores nunca descansan. Están al acecho las veinticuatro horas del día, y a la mínima ocasión se abalanzan sobre el animal herido o el que haya perdido contacto con la manada. Aquí no está permitido tener sentimientos, y menos aún mostrarlos. Hay que dormir con un ojo entornado, porque a veces el enemigo es tu compañero de celda. Compañero. Qué eufemismo. En este inframundo no hay compañeros, ni amigos ni nada que se le parezca. Todo eso pertenece al mundo civilizado. Esto es la cruda lucha por la supervivencia, donde sólo cuenta el instinto, el instinto asesino.
Con su fotografía en la mano, temblando de pies a cabeza, pensaba que ya le había causado bastante dolor con sus estupideces. Esta vez sería distinto. Por una vez en su vida dejaría de ser el jodido egoísta que siempre había sido. Por una vez se atrevería a mirar más allá de sus narices. Ella aún tenía una vida por vivir, y en cuanto a él, bueno, él también tenía una vida, una vida para morirse lentamente, para hundirse en el fango de su culpa. Tenía que pagar por lo que había hecho, y además, ¿a quién le importaba lo que fuera de él? Sólo era un delincuente, un criminal, una bestia.
Encendió una cerilla y la acercó a una esquina de la fotografía, de aquella amada fotografía que cada noche, durante dos largos meses de cautiverio, había velado sus sueños bajo la almohada, en tanto intentaba no pensar en el infierno que le rodeaba. Mientras veía cómo el fuego devoraba el papel, calentándole la mano y enfriándole el corazón, sintió un escalofrío, como si un aire de muerte atravesara los barrotes. Cuando la llama se extinguió, la celda quedó a oscuras. Ella, su único recuerdo de libertad, se había esfumado. Sólo quedaban sus cenizas, que pronto barrería el viento.
Al acostarse en la litera sintió un dolor penetrante en la espalda. Se palpó. Estaba sangrando. Tenía clavados numerosos y pequeños cristales que hendían la carne como alfileres. En la celda había empezado a hacer mucho frío, tanto que el agua del inodoro se había convertido en un bloque de hielo, el aire cortaba como una cuchilla, y dolía hasta respirar.
A la mañana siguiente se despertó con los tañidos de una campana. Sonaban graves y lentos como en una marcha fúnebre. Alguien había muerto en el pueblo.
Ver amanecer entre rejas es como tapiar el sol. No puede haber mayor sensación de impotencia que vivir en el subsuelo, entre emanaciones tóxicas y gases mefíticos, sabiendo que fuera se respira aire limpio. Y qué decir del canto de los pájaros, que te recuerda que aquí los enjaulados somos nosotros, los hombres.
Ambos sabían muy bien que se pudriría en esta pocilga todo lo que le aguantase el cuerpo, y probablemente le aguantaría poco, porque su salud estaba quebrada tras días de penalidades y sevicias. También sabían que en esta puta selva al menor indicio de debilidad eres hombre muerto, porque los depredadores nunca descansan. Están al acecho las veinticuatro horas del día, y a la mínima ocasión se abalanzan sobre el animal herido o el que haya perdido contacto con la manada. Aquí no está permitido tener sentimientos, y menos aún mostrarlos. Hay que dormir con un ojo entornado, porque a veces el enemigo es tu compañero de celda. Compañero. Qué eufemismo. En este inframundo no hay compañeros, ni amigos ni nada que se le parezca. Todo eso pertenece al mundo civilizado. Esto es la cruda lucha por la supervivencia, donde sólo cuenta el instinto, el instinto asesino.
Con su fotografía en la mano, temblando de pies a cabeza, pensaba que ya le había causado bastante dolor con sus estupideces. Esta vez sería distinto. Por una vez en su vida dejaría de ser el jodido egoísta que siempre había sido. Por una vez se atrevería a mirar más allá de sus narices. Ella aún tenía una vida por vivir, y en cuanto a él, bueno, él también tenía una vida, una vida para morirse lentamente, para hundirse en el fango de su culpa. Tenía que pagar por lo que había hecho, y además, ¿a quién le importaba lo que fuera de él? Sólo era un delincuente, un criminal, una bestia.
Encendió una cerilla y la acercó a una esquina de la fotografía, de aquella amada fotografía que cada noche, durante dos largos meses de cautiverio, había velado sus sueños bajo la almohada, en tanto intentaba no pensar en el infierno que le rodeaba. Mientras veía cómo el fuego devoraba el papel, calentándole la mano y enfriándole el corazón, sintió un escalofrío, como si un aire de muerte atravesara los barrotes. Cuando la llama se extinguió, la celda quedó a oscuras. Ella, su único recuerdo de libertad, se había esfumado. Sólo quedaban sus cenizas, que pronto barrería el viento.
Al acostarse en la litera sintió un dolor penetrante en la espalda. Se palpó. Estaba sangrando. Tenía clavados numerosos y pequeños cristales que hendían la carne como alfileres. En la celda había empezado a hacer mucho frío, tanto que el agua del inodoro se había convertido en un bloque de hielo, el aire cortaba como una cuchilla, y dolía hasta respirar.
A la mañana siguiente se despertó con los tañidos de una campana. Sonaban graves y lentos como en una marcha fúnebre. Alguien había muerto en el pueblo.
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