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Ojos saltones
Dom Jun 28, 2015 10:31 pm
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Antonio Machado
ojo porque tú lo veas;
es ojo porque te ve.
Antonio Machado
El ojo humano parpadea un promedio de 22 veces por minuto, lo que equivaldría a 21.120 parpadeos al día, suponiendo que una persona permaneciese despierta 16 horas. Contemplados a cámara rápida, nuestros párpados –el tejido epitelial más fino del cuerpo humano– se agitarían tan veloces como las alas de un colibrí, en una frecuencia de 80 aleteos por segundo, tomando como referencia al colibrí abeja de Cuba, el más pequeño de su especie, cuya longitud, desde el borde de la cola hasta la punta del pico, no supera los 5 centímetros.
Y dime, ¿has pensado alguna vez en todo lo que dejamos de ver cada vez que bajamos los párpados? Puede que un solo parpadeo no signifique mucho, pero en esos 21.120 parpadeos diarios hay todo un mundo, tan o más real, tan o más importante, que el que vemos. Porque si al tiempo que pasamos despiertos le restamos el tiempo que pasamos dormidos y el tiempo que parpadeamos, ¿qué nos queda?
Probablemente tú, indolente lector, nunca te hayas planteado estas cuestiones, porque no eres lo que se dice un hombre de ciencia, pero yo sé de alguien que sí se las planteó –vaya si se las planteó–, y de él he venido a hablarte. De él y de sus enseñanzas, que no caerán en saco roto si prestas la atención que este relato merece.
Pues bien, el protagonista de esta singular historia se llamaba Arlequín, y a pesar de lo que pudiera sugerir su nombre, no tenía ni un pelo de tonto. Era filósofo y matemático, toda una eminencia en su campo, profesor titular y catedrático en la Universidad de Estulticia, doctor emérito de la Universidad de Orate, doctor honoris causa por la Universidad de Beocia, cum laude por su aplaudida tesis ‘Mónadas en las gónadas de los ánades paralelepípedos’.
Como queda demostrado por sus muchos títulos académicos y no pocos reconocimientos merced a su incalculable aportación al campo de la Ciencia, Arlequín era un erudito investigador interesado por todos los fenómenos que rigen las leyes de la vida. Tenía una avidez de conocimiento insaciable, como también, no lo negaré, una ambición rayana en la megalomanía, lo que le obligaba a una búsqueda incesante de material susceptible de análisis. Era la envidia de sus colegas científicos, que admiraban y codiciaban a un tiempo sus brillantes logros académicos y, como consecuencia, le profesaban una enconada ojeriza y murmuraban toda clase de calumnias a su espalda para manchar su, por otra parte, intachable reputación. No sería descabellado suponer que si hubiera contado con suficientes recursos a su disposición, y la salud le hubiera respetado, habría conseguido por sí solo descifrar la cuadratura del círculo, encontrar la piedra filosofal o descubrir una cura para el cáncer.
Aunque su trabajo no le dejaba mucho tiempo libre, Arlequín abrigaba una pasión a la que se entregaba con particular devoción: el cine. Un día, mientras estaba viendo ‘La naranja mecánica’ –una de sus películas favoritas–, le sedujo una idea. Fue durante aquella famosa secuencia en la que un inocuo Alex De Large es sometido al tratamiento Ludovico para modificar su violenta conducta. Videándola se le ocurrió pensar que detrás de cada parpadeo había una vida oculta que se nos quería revelar, pero ante la que estábamos tan ciegos como la caverna de Platón, y que los párpados eran como cortinas que nos impedían distinguir la luz del día con claridad. También hay que considerar –discurrió entusiasmándose más y más a medida que tiraba del hilo de su clarividente razonamiento– que en una fracción de segundo puede estar contenida la clave de un misterio, y que la visión fugaz de un suceso puede resolver el enigma más abstruso. Y para dar validez a sus hipótesis, recordó la forma tan azarosa en que Isaac Newton descubrió la Ley de la Gravitación Universal, al desprenderse una manzana del árbol donde reposaba.
En lo que no pensó, tal vez por ser lo más aparente y sencillo, fue en que los párpados cumplen la función de proteger a los ojos de la suciedad y de humedecerlos mediante las secreciones lagrimales. Pero voy a dejarme de menudencias y digresiones y continuaré con el relato.
Como decía, dejándose llevar por el fuego de su lógica aplastante, y dispuesto a resolver aquel misterio que le quemaba por dentro, Arlequín se colocó frente al espejo del baño y, con extremo cuidado, estiró los párpados ayudándose de unas pinzas de depilar. Primero tiró de las pestañas hasta elevarlas casi a la altura de las cejas. Después, con pulso firme, cogió una cinta adhesiva que había dejado preparada en el lavabo, convenientemente cortada en dos mitades, y, haciendo una leve presión con los dedos, se pegó los párpados, de modo que los globos oculares quedaron desnudos, más blancos que los ojos de un muerto. Para que luego le dijeran que los tenía achinados. Ahora se veían enormes, como planetas bañados en leche. Incluso daba la impresión de que en cualquier momento se le saldrían de las órbitas. Pero Arlequín no era medroso y no se dejaba acobardar fácilmente; era un científico valiente, resuelto y decidido a escribir su nombre en los Anales de Historia, junto al de otros varones egregios como Leibniz, Hume o Euler. No le importaba poner en riesgo su salud con tal de contribuir con su modesto saber al avance de la Humanidad. Y como buen empirista que era, tenía una investigación de campo entre manos –en la que él era el sujeto a analizar– y nada le detendría hasta alcanzar su objetivo.
Así pues, una vez acabada la parte más delicada del experimento, se dirigió a su gabinete y allí se arrellanó en una butaca, con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Y esperó.
Esperó pacientemente, como si no tuviera nada mejor que hacer. Y en verdad, no lo tenía. Repantigado en el tresillo, podía dar la sensación de estar relajado, a punto de echar una cabezadita, pero nada más lejos de la realidad. Todos sus sentidos estaban en alerta, y su mente trabajaba afanosamente. Tic, tac. En el silencio de la estancia incluso podía oírse el engranaje de su maquinaria de reloj suizo.
Para registrar cada detalle de la investigación que tenía en curso y, ya de paso, evitar la tentación de quedarse dormido –lo que habría arruinado su crucial cometido– encendió una grabadora y en voz alta fue relatando, minuciosamente, todas sus impresiones, desde las más nimias a las más relevantes. Todas contenían información valiosa, que más adelante se encargaría de analizar y contrastar.
Y así fueron pasando las horas, sin que nada portentoso se asomara a sus ojos. Ninguna súbita aparición, ningún mensaje oculto, ni siquiera un mancha en la pared con la forma de Jesucristo. Nada.
De manera paulatina la impaciencia fue apoderándose de él. Mecánicamente encendió un pitillo, luego otro, y otro más, y así hasta que acabó el paquete. Ya sin nada que llevarse a la boca, se mordió las uñas de la mano derecha, luego las de la izquierda, y cuando ya no le quedaron uñas que morder ni cigarrillos que fumar, se mesó los cabellos con indescriptible nerviosismo. Y todo esto con los ojos como platos, tan blancos y tan abiertos que no me acierto a explicar cómo no le hacía lagrimar la densa nube de humo que flotaba en el ambiente opresivo y cargado de la habitación-laboratorio.
Entonces, de improviso, empezó a verlo todo negro, como si una pantalla le tapara los ojos o se hubiese quedado ciego. Así, sin más ni más, como una desgracia caída del cielo. A pesar de su gran aplomo y entereza, mentiría si no dijera que en aquel momento se sintió ligeramente aturdido. ¡Pero qué digo aturdido! Un narrador como yo, que se pretende fiel observador de la realidad, no puede caer en estos torpes eufemismos. Lo que de verdad sintió fue angustia, terror y hasta pánico, y me atrevería a decir, si no fuera un comentario soez y extemporáneo, que a punto estuvo de mearse en los pantalones.
Pero con todo, lo peor estaba aún por llegar. Quiso el azar que una mosca juguetona se posara en su nariz, haciéndole burlas con las patas. Arlequín, al notar su molesto zumbido, dio un manotazo para espantarla, y no se sabe bien si por la ráfaga de aire que levantó o por la picadura de aquel travieso díptero, estornudó, con la fatal consecuencia de que se le salieron los ojos de las órbitas. Bang. Dos golpes bajo par. Dos pelotas de golf fuera del hoyo. Como no había piel que los frenara, los ojos salieron disparados tras la violenta sacudida del estornudo, quedando colgados, a la manera de borlas de un bonete, del nervio óptico.
Pobre Arlequín, y qué escena tan patética aquélla de la que era, muy a su pesar, triste protagonista. Viéndolo así, con los ojos fuera de las cuencas y un reguero de sangre embadurnándole la cara, moviéndose como un poseso por toda la casa, parecíase a uno de esos payasos un tanto siniestros que salen impelidos por un resorte al abrir una caja de sorpresas, con muelles que hacen saltar sus ojos.
Y dime ¿qué darías tú, amable lector, por entrar en el libro de la fama? ¿Un ojo?, ¿o acaso los dos?
Y dime, ¿has pensado alguna vez en todo lo que dejamos de ver cada vez que bajamos los párpados? Puede que un solo parpadeo no signifique mucho, pero en esos 21.120 parpadeos diarios hay todo un mundo, tan o más real, tan o más importante, que el que vemos. Porque si al tiempo que pasamos despiertos le restamos el tiempo que pasamos dormidos y el tiempo que parpadeamos, ¿qué nos queda?
Probablemente tú, indolente lector, nunca te hayas planteado estas cuestiones, porque no eres lo que se dice un hombre de ciencia, pero yo sé de alguien que sí se las planteó –vaya si se las planteó–, y de él he venido a hablarte. De él y de sus enseñanzas, que no caerán en saco roto si prestas la atención que este relato merece.
Pues bien, el protagonista de esta singular historia se llamaba Arlequín, y a pesar de lo que pudiera sugerir su nombre, no tenía ni un pelo de tonto. Era filósofo y matemático, toda una eminencia en su campo, profesor titular y catedrático en la Universidad de Estulticia, doctor emérito de la Universidad de Orate, doctor honoris causa por la Universidad de Beocia, cum laude por su aplaudida tesis ‘Mónadas en las gónadas de los ánades paralelepípedos’.
Como queda demostrado por sus muchos títulos académicos y no pocos reconocimientos merced a su incalculable aportación al campo de la Ciencia, Arlequín era un erudito investigador interesado por todos los fenómenos que rigen las leyes de la vida. Tenía una avidez de conocimiento insaciable, como también, no lo negaré, una ambición rayana en la megalomanía, lo que le obligaba a una búsqueda incesante de material susceptible de análisis. Era la envidia de sus colegas científicos, que admiraban y codiciaban a un tiempo sus brillantes logros académicos y, como consecuencia, le profesaban una enconada ojeriza y murmuraban toda clase de calumnias a su espalda para manchar su, por otra parte, intachable reputación. No sería descabellado suponer que si hubiera contado con suficientes recursos a su disposición, y la salud le hubiera respetado, habría conseguido por sí solo descifrar la cuadratura del círculo, encontrar la piedra filosofal o descubrir una cura para el cáncer.
Aunque su trabajo no le dejaba mucho tiempo libre, Arlequín abrigaba una pasión a la que se entregaba con particular devoción: el cine. Un día, mientras estaba viendo ‘La naranja mecánica’ –una de sus películas favoritas–, le sedujo una idea. Fue durante aquella famosa secuencia en la que un inocuo Alex De Large es sometido al tratamiento Ludovico para modificar su violenta conducta. Videándola se le ocurrió pensar que detrás de cada parpadeo había una vida oculta que se nos quería revelar, pero ante la que estábamos tan ciegos como la caverna de Platón, y que los párpados eran como cortinas que nos impedían distinguir la luz del día con claridad. También hay que considerar –discurrió entusiasmándose más y más a medida que tiraba del hilo de su clarividente razonamiento– que en una fracción de segundo puede estar contenida la clave de un misterio, y que la visión fugaz de un suceso puede resolver el enigma más abstruso. Y para dar validez a sus hipótesis, recordó la forma tan azarosa en que Isaac Newton descubrió la Ley de la Gravitación Universal, al desprenderse una manzana del árbol donde reposaba.
En lo que no pensó, tal vez por ser lo más aparente y sencillo, fue en que los párpados cumplen la función de proteger a los ojos de la suciedad y de humedecerlos mediante las secreciones lagrimales. Pero voy a dejarme de menudencias y digresiones y continuaré con el relato.
Como decía, dejándose llevar por el fuego de su lógica aplastante, y dispuesto a resolver aquel misterio que le quemaba por dentro, Arlequín se colocó frente al espejo del baño y, con extremo cuidado, estiró los párpados ayudándose de unas pinzas de depilar. Primero tiró de las pestañas hasta elevarlas casi a la altura de las cejas. Después, con pulso firme, cogió una cinta adhesiva que había dejado preparada en el lavabo, convenientemente cortada en dos mitades, y, haciendo una leve presión con los dedos, se pegó los párpados, de modo que los globos oculares quedaron desnudos, más blancos que los ojos de un muerto. Para que luego le dijeran que los tenía achinados. Ahora se veían enormes, como planetas bañados en leche. Incluso daba la impresión de que en cualquier momento se le saldrían de las órbitas. Pero Arlequín no era medroso y no se dejaba acobardar fácilmente; era un científico valiente, resuelto y decidido a escribir su nombre en los Anales de Historia, junto al de otros varones egregios como Leibniz, Hume o Euler. No le importaba poner en riesgo su salud con tal de contribuir con su modesto saber al avance de la Humanidad. Y como buen empirista que era, tenía una investigación de campo entre manos –en la que él era el sujeto a analizar– y nada le detendría hasta alcanzar su objetivo.
Así pues, una vez acabada la parte más delicada del experimento, se dirigió a su gabinete y allí se arrellanó en una butaca, con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Y esperó.
Esperó pacientemente, como si no tuviera nada mejor que hacer. Y en verdad, no lo tenía. Repantigado en el tresillo, podía dar la sensación de estar relajado, a punto de echar una cabezadita, pero nada más lejos de la realidad. Todos sus sentidos estaban en alerta, y su mente trabajaba afanosamente. Tic, tac. En el silencio de la estancia incluso podía oírse el engranaje de su maquinaria de reloj suizo.
Para registrar cada detalle de la investigación que tenía en curso y, ya de paso, evitar la tentación de quedarse dormido –lo que habría arruinado su crucial cometido– encendió una grabadora y en voz alta fue relatando, minuciosamente, todas sus impresiones, desde las más nimias a las más relevantes. Todas contenían información valiosa, que más adelante se encargaría de analizar y contrastar.
Y así fueron pasando las horas, sin que nada portentoso se asomara a sus ojos. Ninguna súbita aparición, ningún mensaje oculto, ni siquiera un mancha en la pared con la forma de Jesucristo. Nada.
De manera paulatina la impaciencia fue apoderándose de él. Mecánicamente encendió un pitillo, luego otro, y otro más, y así hasta que acabó el paquete. Ya sin nada que llevarse a la boca, se mordió las uñas de la mano derecha, luego las de la izquierda, y cuando ya no le quedaron uñas que morder ni cigarrillos que fumar, se mesó los cabellos con indescriptible nerviosismo. Y todo esto con los ojos como platos, tan blancos y tan abiertos que no me acierto a explicar cómo no le hacía lagrimar la densa nube de humo que flotaba en el ambiente opresivo y cargado de la habitación-laboratorio.
Entonces, de improviso, empezó a verlo todo negro, como si una pantalla le tapara los ojos o se hubiese quedado ciego. Así, sin más ni más, como una desgracia caída del cielo. A pesar de su gran aplomo y entereza, mentiría si no dijera que en aquel momento se sintió ligeramente aturdido. ¡Pero qué digo aturdido! Un narrador como yo, que se pretende fiel observador de la realidad, no puede caer en estos torpes eufemismos. Lo que de verdad sintió fue angustia, terror y hasta pánico, y me atrevería a decir, si no fuera un comentario soez y extemporáneo, que a punto estuvo de mearse en los pantalones.
Pero con todo, lo peor estaba aún por llegar. Quiso el azar que una mosca juguetona se posara en su nariz, haciéndole burlas con las patas. Arlequín, al notar su molesto zumbido, dio un manotazo para espantarla, y no se sabe bien si por la ráfaga de aire que levantó o por la picadura de aquel travieso díptero, estornudó, con la fatal consecuencia de que se le salieron los ojos de las órbitas. Bang. Dos golpes bajo par. Dos pelotas de golf fuera del hoyo. Como no había piel que los frenara, los ojos salieron disparados tras la violenta sacudida del estornudo, quedando colgados, a la manera de borlas de un bonete, del nervio óptico.
Pobre Arlequín, y qué escena tan patética aquélla de la que era, muy a su pesar, triste protagonista. Viéndolo así, con los ojos fuera de las cuencas y un reguero de sangre embadurnándole la cara, moviéndose como un poseso por toda la casa, parecíase a uno de esos payasos un tanto siniestros que salen impelidos por un resorte al abrir una caja de sorpresas, con muelles que hacen saltar sus ojos.
Y dime ¿qué darías tú, amable lector, por entrar en el libro de la fama? ¿Un ojo?, ¿o acaso los dos?
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