La pareja

–¡Hola, pareja! –voceó el hombre del chubasquero, que se les había aparecido como un fantasma en el rellano, cortándoles el paso.

Un silencio incómodo como tragar saliva se interpuso entre ambos, enmudeciendo sus rostros. Se miraron de reojo para observar su reacción ante aquel saludo imprevisto y extemporáneo. Él carraspeó levemente; ella, más tímida y confusa, miró al suelo, moviendo un pie inquieto. Ambos estaban visiblemente azorados. Siguieron andando hacia la puerta sin decirse palabra, con las rodillas algo rígidas y la cabeza gacha, como dos desconocidos o dos personas que se conocen demasiado bien.

Al mirar a la calle comprobaron que estaba lloviendo. Caía una lluvia fina y pertinaz, una de esas lloviznas primaverales que te calan antes de que empieces a darte cuenta. Se miraron aún con ligero embarazo. Ella llevaba un paraguas plegable en el bolso; él no había sido tan previsor. Una vez más, se hizo un largo silencio.

–¿Quieres que te acompañe al metro? Hay un buen trecho desde aquí, y si no te resguardas de la lluvia, te empaparás y cogerás un resfriado –balbuceó ella, trabucándose al hablar.

–Te lo agradezco, pero ¿no te viene mal? –inquirió él, más ofuscado que caballeroso.

–No, qué va. Me queda de camino –mintió ella con sorprendente convicción.

Él sabía que no era cierto, pero calló. Entonces, ella puso un pie en la calle y abrió el paraguas. Como él era más alto, se ofreció a llevarlo. Ella se agarró a su brazo. Y así se fueron caminando bajo la lluvia, como una pareja.