Los contrayentes

La otra tarde, a la hora vespertina, me encontraba yo paseando con el perro por el parque de los volcanes, como es costumbre en mí, y más durante la época estival, en que el sol aprieta de lo lindo, cuando, al pasar por una papelera, vi un cartel verde lima pegado a él. Desde donde estaba no alcanzaba a distinguir bien lo que decía, pero sí pude vislumbrar un par de fotos en blanco y negro. La impresión y el papel no parecían de calidad, sino la típica copia que se hace en la impresora doméstica. Deduje, pues, que se trataba de uno de esos carteles que se pegan al mobiliario público para notificar la pérdida de una mascota y agradecer efusivamente a su posible o improbable salvador. Rodeado de gente como estaba, no quise acercarme más por un prurito de timidez. Sé que es una tontería, pero pararme en mitad de la vía pública a observar fijamente algo me causa un inefable pudor y vergüenza. Lo considero, qué sé yo, una muestra de curiosidad malsana o un acto de indiscreción o un delito de exhibicionismo; algo, en cualquier caso, vulgar y de dudoso gusto. Así pues, proseguí mi camino sin mayores diligencias.

Entonces, cuando me disponía a cruzar la calle, divisé otro de esos pasquines en otra papelera. Ahí ya no pude contener mi curiosidad y me acerqué a leerlo, un poco renuente todavía, y con cierto apremio. No era, como yo me había temido, un aviso o una lamentación por la pérdida de una mascota –me entristece mucho enterarme de que un perro o un gato se ha perdido, porque su final suele ser siempre el mismo–, ni tampoco –lo que sería aún peor, más dramático–  el de una persona extraviada –cuya suerte no suele distar mucho de aquélla–. Lo primero que leí, en la parte superior y en letras mayúsculas, bien grandes, fue: “SE BUSCABAN”, y más abajo, en un cuerpo de letra más pequeño: “Y SE ENCONTRARON”. Aquello sólo podía ser una charada. Acto seguido reparé en las fotos y en sus nombres: Sandra y Diego, así como en el mensaje exhortativo que ponía debajo: “Si los encuentra, no olvide felicitarlos por su próxima boda”. De hecho, a la izquierda de aquella hoja volante, en vertical y en negrita, se podía leer la fecha del enlace: 11-07-2015. Total, que este sábado, a cinco días vista. En las fotos se les veía jóvenes y alegres. Despreocupados. Quién sabe si dentro de cinco años la cámara les devolvería unas caras tan risueñas.

Sin detenerme mucho, tiré del perro y me alejé de allí, pensando que todo parecía indicar que aquellos bandos eran una broma orquestada por algún amigo de la pareja en el marco de esa celebración tan hortera y chabacana como para mí incomprensible que se llama despedida de soltero, y que tiene por objeto avergonzar al que va a contraer nupcias. Esta sospecha me la confirmaron los muchos otros carteles que vi después desperdigados por todo el parque, árboles, farolas y cabinas telefónicas incluidas, y algunos de ellos en color, con un montaje de lo más cutre, en plan “Curro se va al Caribe”. En fin, concluí, meditabundo, o más bien peripatético, mejor que te abochornen con unos inocuos pasquines que obligándote a salir medio desnudo o travestido a la calle.

De inmediato supe que allí había material para escribir un relato. Retuve la información en mi cabeza y, de camino a casa, fui escribiendo, primero mentalmente, y luego ya en el ordenador, el cuento que acabas de leer.