Ilusión embriagadora

Una tela. Una fina, suave y ligera tela. Una tela que se eleva al soplido de la brisa nocturna.

Yo tumbado en una cama rígida, pero cómoda, que me mantiene apenas tocando su superficie. En un enorme salón vacío que se extiende hasta recovecos donde no alcanza la luz. Rodeado de columnas, columnas de un puro mármol blanco que refleja la luz de la noche, la cual entra a través de un enorme tragaluz que abarca gran parte del techo.

La tela me envuelve y me atrapa con su suave movimiento. Intenta arrastrarme con ella, blandida por la brisa fresca que agita la sala. A pesar de esta brisa, no se separa de mí. Se agita con fuerza, pero no se desprende. Y con su movimiento sus extremos chocan conmigo, como caricias a cada vez que el viento interviene en su reposo. Ella no me abandona, y yo no la dejo ir. Cuando su lisa superficie me cubre por completo todavía puedo ver a través de ella. La luz de la luna la dota de un brillo deslumbrante, pero aun así yo, todavía puedo presenciar el resplandor de las estrellas entre los finos puntos que la tejen.

Cuando las nubes apagan el esplendor nocturno la tela desaparece, se apaga. Ella tan solo era la ilusión creada por la engañosa luna, que, ayudada por el viento, me apresó en la mentira de aquella tela, que volvió tras las nubes pasar de largo. Y es que yo, pese a saber la ilusión con la que de mi se jactaban, todavía no encontraba las fuerzas para desprenderme de su suave abrazo.

El devenir de la idea me gusta, y en particular me recuerda a una leyenda de Bécquer; la ilusión espectral de la noche, el erotismo entremezclado con la sinuosidad son elementos que dotan de misterio el texto. Como una humilde sugerencia cuidaría el ritmo de la prosa en cuanto a la repetición. La pausa genera expectativa, pero la noche se desenvuelve a toda velocidad, podría decir que existe cierta disonancia entre la idea y la pluma.