La paloma en la playa

Una paloma muerta en la playa. En la arena. Tan cerca de la orilla que las olas casi pueden arrastrarla al mar. Y la marea está baja. Una paloma en la playa. Un punto blanco en la noche. Una luz, un faro. Un débil fanal. Es de noche, la luna está en fase creciente y hay una paloma muerta en la arena. Pero no está muerta. Aquí, desde el balaústre, puedo ver cómo tiembla y agita las alas. A pesar de la oscuridad, puedo verla. Agoniza. Son los últimos estertores. ¿La habrá atropellado un coche y habrá ido a parar a la playa malherida, casi muerta? ¿O habrá buscado un reposo tranquilo para su muerte, un cementerio de arena, como esos cetáceos que aparecen varados en algunas playas sin saber qué extraña corriente les ha llevado hasta allí? Desearía poder abreviar su agonía, porque, cuando bate las alas e intenta alzar el vuelo –inútilmente, pero ella no lo sabe, y porfía–, se nota que sufre. Sufre desesperadamente. Hasta la extenuación. Es una lucha encarnizada con la muerte. Una lucha que no puede ganar. Desearía poner fin a su agonía, pegarle un tiro como a los caballos que se han roto una pata y ya nunca volverán a galopar, pero no me atrevo. Soy demasiado cobarde para bajar hasta allí y matarla. O tal vez temo que me entre arena en los zapatos. Así que no hago otra cosa que mirarla. Apoyado en el balaústre observo cómo se le va la vida. Poco a poco. En una lenta agonía. A la paloma se le va la vida; la luna observa, como yo, impasible; y mientras tanto sube la marea. Y a mi lado pasan los viandantes sin saber a qué miro y a qué mira la luna. Impasibles los dos, pero igual de lívidos. Estremecidos hasta el tuétano. Los músculos agarrotados, ateridos. Testigos o cómplices, qué más da, si la omisión de socorro es un delito. Aunque ellos no miren –los viandantes–, hay una paloma muerta en la playa. Casi muerta. Agonizante. Yo lo sé. Ella lo sabe. Qué más da.