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Jeanne d'Arc
Sáb Ene 04, 2020 10:15 pm
No hubo milagro ni epifanía en Orleáns.
Ocurrió un sábado noche, uno como otro cualquiera. Había salido con sus amigos para tomar unas copas y, quién sabe, quizá ligar con alguna chica si se daba la ocasión. Aunque no se hacía muchas ilusiones al respecto. Era muy tímido y le costaba un mundo entablar conversación con una desconocida –y sin embargo, se le acercaban todos los andrajosos y acabados de la vida para gargajearle sus miserias, como si a él le interesasen aquellas historias truculentas–. Ante una chica, siempre se topaba con la misma dificultad: ¿de qué hablarle, si la única afinidad entre ellos era coincidir en el mismo lugar y estar más o menos ebrio? La típica pregunta sobre los estudios y el trabajo estaba trillada y era una ofensa a su ingenio, por lo demás intuitivo y ubérrimo. Además, siendo alérgico al humo, ni siquiera disponía del manido recurso del tabaco: (y aquí pongo cara de pánfilo) ¿nena, tienes fuego? Era consciente de que le faltaba espontaneidad en sus gestos y maneras y esa simpatía natural que algunos privilegiados destilan y que, a la postre, es su mejor carta de presentación. Por si fuera poco, el alcohol, en su caso, apenas le ayudaba a desinhibirse; más bien le adormecía después de una locuacidad menos duradera en cualquier caso que la resaca matinal.
Después de deambular, bien trasegados, por los garitos metaleros del Casco Viejo, habían entrado en el café teatro Antzoki, centro neurálgico de los dipsómanos más impenitentes, los crápulas y demás fauna noctívaga. En el pabellón retumbaban las guitarras atronadoras del Du Hast de Rammstein, y todos en la pista saltaban como nazis esquizofrénicos, ebrios de una acústica degolladora. El aire era denso y viciado y el humo se te metía por los capilares de los ojos y los enrojecía de puro escozor; un rojo escarlatina, vampírico y extrañamente amedrentador en la oscuridad aspada por molinillos luminiscentes. Pronto se sintió poseído por el furor de aquella ralea demoníaca y su atávico ritual de gritos y blasfemias y se puso a dar botes como el que más. A cada riff hardcore le seguía un balanceo de cabezas y greñas locas de acordes flotantes como setas alucinógenas o girasoles eléctricos, y el suelo trepidaba y barritaba sin cesar, amenazando derrumbe. Gordinflones con sudaderas serigrafiadas y pantalones bombachos apostrofaban regüeldos en su jerigonza tribal y prorrumpían en la sucia cara de la muchedumbre como esputos viscosos o quistes sebáceos, imposibles de reventar a hostias. Para llegar a la barra y pedir una garimba había que soportar una sucesión de empujones y codazos en las costillas, y algún que otro pisotón de paquidermo. Costaba abrirse camino en medio de aquel aquelarre oleaginoso y trashumante.
Cansado del sonsonete bullanguero, se sentó en unos escalones pegajosos y mugrientos, manteniéndose a distancia de aquella patulea efervescente que olía a vómito, orín y sudor, y recordó que la semana pasada, en aquellos mismos escalones, una fulana a punto estuvo de echar los higadillos sobre las rodillas de su amigo Asier. Éste, lejos de incomodarse por las náuseas y el tufo a garrafón, le sujetó la cabeza como una madre sujeta a su bebé cuando quiere hacerle eructar. Sus hipidos sonaban como rebuznos timbrados de kalimotxo. Qué imagen tan desoladora. La chica, cuando recobró un poco el caletre y se levantó temulenta cual leviatán zarandeado por la melopea, le miró con los ojos vidriosos e inyectados en sangre y se largó de allí sin decir palabra, dejándole más tirado que un condón usado en el desagüe de un retrete. En fin, no acababa de creérselo, pero decían que allí era probable un encuentro.
Y el encuentro, efectivamente, se produjo; no sin antes forzarlo un poco, conviene aclarar. Un grupo de chicas se sentó a escasos metros. Eran jóvenes y estaban de buen ver. Había llegado el momento. Es hora de echarle valor, se exhortó a la acción. Miró a sus amigos como invitándoles a tomar partido en la cacería, pero todos se hicieron los remolones, con las caras idiotizadas y lívidas, como embotadas en formol. Estaban mamados o cohibidos; para el caso, era lo mismo. Entonces supo que si quería algo, tendría que hacerlo él solo. Sin ayuda. Sin la tan socorrida como fallida técnica del sparring, aquella genialidad patentada por Xabi en la que tú le presentabas a una desconocida un amigo tuyo, igual de desconocido para ella que tú, con los resultados consabidos: no me chilles, que no te veo.
Al final siempre estás solo cuando quieres conseguir algo que de verdad te importa, y si esperas ayuda, la oportunidad se esfuma, o puede que otro más valiente y decidido se aproveche de tu indecisión.
Para enardecerse recordó cómo a fuerza de proponérselo había vencido el inicial miedo a hablar en público, incluso en grandes aforos, en la universidad y en el cineclub. A veces hay que obligarse para mejorar. Esto no podía ser más difícil. Así pues, aún en pugna con su inveterada vergüenza, se acercó a la chica que estaba a su izquierda y, tras un carraspeo para aclarar la voz y desentumecer la lengua trabada por el abundante riego, se presentó. Ella le dirigió una mirada oblicua, enigmática como la de una esfinge, y quizás igual de amenazadora. En el tono vacilante de su voz debió de percibir la turbación que le ofuscaba. Pero ella parecía igual de azorada, o quizá más. No esperaba un ataque relámpago por su costado, y menos aún un blitzkrieg; era evidente. Le respondió sin convicción, como quien farfulla una respuesta por no parecer maleducada, escupiendo las palabras sin gracia, como al desgaire; y le dijo su nombre, pero la música era tan estruendosa que no pudo oírlo. Sólo entendió que era francesa –he ahí una dificultad añadida–, y que estaba de Erasmus. Ése es el problema de los pubs y de las discotecas. Hay tanto ruido que se hace casi imposible entenderse, si bien es verdad que el ruido sirve de excusa fetén para acortar las distancias y sacar las armas de asedio. Sabía que al pedirle que repitiera su nombre iba a quedar como un estúpido, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Se disculpó por no haber entendido su nombre, y le pidió que se lo repitiera, por favor. Y ella se lo repitió, y él siguió sin entenderlo. ¿Pero es que el alcohol le había vuelto definitivamente lerdo? Muerto de vergüenza, se lamentó de no haberle entendido. Ella alzó la voz, pues realmente hablaba muy quedo y con ese acento entre gangoso y gaznápiro de los franceses que casi hacía una proeza entender algo en mitad de aquella trápala, y pronunció, por tercera vez, su nombre, entre gestos de visible hastío. ¿Jean? ¿Jeanne? Leer los labios habría sido un atajo. Él seguía igual de beocio. La cara descompuesta en una interrogación; los ojos bóvidos. Sonríe, estúpido, que no piense que eres tonto. Ella le devolvió una sonrisa profiláctica; las encías de un rosa coralino. Juana, en español, como Juana de Arco, puntualizó la chica. Ah, vale. Por fin lo entiendo. Es que hay tanto ruido. Perdóname. El cubata oscilando en su mano temblorosa, a punto de desbordarse sobre los pantalones de ella; la boca hisopando en su oído, lasciva y salivosa. Brindis de labios en grado de tentativa. Sequedad de garganta. ¿Quieres un trago? No, gracias. Soy abstemia. ¡Por Dios! Esta chica está más cerrada que una ostra pocha.
Sintió que todo estaba perdido, que su introducción no podía haber sido más calamitosa –Juana Calamidad–, pero prefirió morir en combate antes que retirarse. La clásica huida hacia delante. Como el general Custer. Con las botas puestas. De modo que, como en la mejor revolución soviética, fue quemando etapas, y le preguntó sin ambages si le apetecía quedar al día siguiente para hablar y conocerse más tranquilamente. Para su sorpresa, ella no rehusó la invitación y aceptó sin mostrar, en verdad, gran entusiasmo. La cita fue fijada con inusitada celeridad. El lugar de encuentro sería la plaza de Unamuno; la hora, las cinco de la tarde.
Y así terminó la noche. Sus amigos, que habían permanecido muy expectantes a sus maniobras orquestales en la oscuridad, le felicitaron por la victoria. ¿Pero había vencido? Si ni siquiera se habían dado un triste beso en la mejilla, eso que algunos pedantes llaman ósculo. De camino a casa, en el metro, no pudo evitar preguntarse si Jeanne aparecería al día siguiente, o si sólo le había dado largas para quitárselo de encima. Se vio a sí mismo como uno de esos energúmenos que aporrean las mamparas del metro a grito pelado o como los orates que molestan a las chicas con su tedioso baboseo. ¿Quizás había forzado en exceso la situación provocando así la huida precipitada de su presa?
La inquietud no le impidió dormir, pero el domingo se despertó con un mal presentimiento. Todo había sido tan raro. Cabía incluso la posibilidad de que no hubiera entendido el lugar y la hora. Si al ruido añadimos la dificultad del idioma y su extraña pronunciación, amén del aturdimiento propio de la embriaguez, sus sospechas se disparaban hasta el infinito. Sabía que corría el riesgo de que le dieran plantón. No era muy optimista, pero tenía una cita. Había dado su palabra y allí estaría, a la hora señalada.
Se vistió con esmero, eligió su camisa azul preferida, ésa de puño doble, se perfumó y se miró en el espejo más de lo habitual, con petulancia y galantería, sintiéndose un digno émulo del vizconde de Valmont, tras lo cual salió de casa y un cuarto de hora más tarde ya estaba en la plaza de Unamuno, con exquisita puntualidad británica. Como era de suponer, ella no estaba allí. Pero aún no eran las cinco. Esperó. Jeanne no aparecía. Cinco y cuarto. Jeanne seguía sin aparecer. Cinco y media. Sin noticias de Jeanne. Seis menos cuarto. Creo que me han tomado el pelo. Las seis. Jeanne no va a venir. Se ha reído de mí, está claro. Basta ya de esperar. Mejor me voy. Ya he hecho bastante el ridículo por hoy.
Y se fue a casa, cabizbajo y pisándose la autoestima. Engañado. Traicionado. ¿El que caminaba a su lado era él o su sombra? Imposible distinguirlo. Nunca le habían humillado con tanta crudeza. Nunca había sentido tamaña vergüenza. Si le hubiera tragado la tierra, creo que lo habría escupido a la superficie de pura indigestión. Como un géiser.
Después de todo, ¿le mintió o no entendió lo que le dijo? Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que Jeanne no apareció. No hubo milagro ni epifanía en Orleáns.
Ocurrió un sábado noche, uno como otro cualquiera. Había salido con sus amigos para tomar unas copas y, quién sabe, quizá ligar con alguna chica si se daba la ocasión. Aunque no se hacía muchas ilusiones al respecto. Era muy tímido y le costaba un mundo entablar conversación con una desconocida –y sin embargo, se le acercaban todos los andrajosos y acabados de la vida para gargajearle sus miserias, como si a él le interesasen aquellas historias truculentas–. Ante una chica, siempre se topaba con la misma dificultad: ¿de qué hablarle, si la única afinidad entre ellos era coincidir en el mismo lugar y estar más o menos ebrio? La típica pregunta sobre los estudios y el trabajo estaba trillada y era una ofensa a su ingenio, por lo demás intuitivo y ubérrimo. Además, siendo alérgico al humo, ni siquiera disponía del manido recurso del tabaco: (y aquí pongo cara de pánfilo) ¿nena, tienes fuego? Era consciente de que le faltaba espontaneidad en sus gestos y maneras y esa simpatía natural que algunos privilegiados destilan y que, a la postre, es su mejor carta de presentación. Por si fuera poco, el alcohol, en su caso, apenas le ayudaba a desinhibirse; más bien le adormecía después de una locuacidad menos duradera en cualquier caso que la resaca matinal.
Después de deambular, bien trasegados, por los garitos metaleros del Casco Viejo, habían entrado en el café teatro Antzoki, centro neurálgico de los dipsómanos más impenitentes, los crápulas y demás fauna noctívaga. En el pabellón retumbaban las guitarras atronadoras del Du Hast de Rammstein, y todos en la pista saltaban como nazis esquizofrénicos, ebrios de una acústica degolladora. El aire era denso y viciado y el humo se te metía por los capilares de los ojos y los enrojecía de puro escozor; un rojo escarlatina, vampírico y extrañamente amedrentador en la oscuridad aspada por molinillos luminiscentes. Pronto se sintió poseído por el furor de aquella ralea demoníaca y su atávico ritual de gritos y blasfemias y se puso a dar botes como el que más. A cada riff hardcore le seguía un balanceo de cabezas y greñas locas de acordes flotantes como setas alucinógenas o girasoles eléctricos, y el suelo trepidaba y barritaba sin cesar, amenazando derrumbe. Gordinflones con sudaderas serigrafiadas y pantalones bombachos apostrofaban regüeldos en su jerigonza tribal y prorrumpían en la sucia cara de la muchedumbre como esputos viscosos o quistes sebáceos, imposibles de reventar a hostias. Para llegar a la barra y pedir una garimba había que soportar una sucesión de empujones y codazos en las costillas, y algún que otro pisotón de paquidermo. Costaba abrirse camino en medio de aquel aquelarre oleaginoso y trashumante.
Cansado del sonsonete bullanguero, se sentó en unos escalones pegajosos y mugrientos, manteniéndose a distancia de aquella patulea efervescente que olía a vómito, orín y sudor, y recordó que la semana pasada, en aquellos mismos escalones, una fulana a punto estuvo de echar los higadillos sobre las rodillas de su amigo Asier. Éste, lejos de incomodarse por las náuseas y el tufo a garrafón, le sujetó la cabeza como una madre sujeta a su bebé cuando quiere hacerle eructar. Sus hipidos sonaban como rebuznos timbrados de kalimotxo. Qué imagen tan desoladora. La chica, cuando recobró un poco el caletre y se levantó temulenta cual leviatán zarandeado por la melopea, le miró con los ojos vidriosos e inyectados en sangre y se largó de allí sin decir palabra, dejándole más tirado que un condón usado en el desagüe de un retrete. En fin, no acababa de creérselo, pero decían que allí era probable un encuentro.
Y el encuentro, efectivamente, se produjo; no sin antes forzarlo un poco, conviene aclarar. Un grupo de chicas se sentó a escasos metros. Eran jóvenes y estaban de buen ver. Había llegado el momento. Es hora de echarle valor, se exhortó a la acción. Miró a sus amigos como invitándoles a tomar partido en la cacería, pero todos se hicieron los remolones, con las caras idiotizadas y lívidas, como embotadas en formol. Estaban mamados o cohibidos; para el caso, era lo mismo. Entonces supo que si quería algo, tendría que hacerlo él solo. Sin ayuda. Sin la tan socorrida como fallida técnica del sparring, aquella genialidad patentada por Xabi en la que tú le presentabas a una desconocida un amigo tuyo, igual de desconocido para ella que tú, con los resultados consabidos: no me chilles, que no te veo.
Al final siempre estás solo cuando quieres conseguir algo que de verdad te importa, y si esperas ayuda, la oportunidad se esfuma, o puede que otro más valiente y decidido se aproveche de tu indecisión.
Para enardecerse recordó cómo a fuerza de proponérselo había vencido el inicial miedo a hablar en público, incluso en grandes aforos, en la universidad y en el cineclub. A veces hay que obligarse para mejorar. Esto no podía ser más difícil. Así pues, aún en pugna con su inveterada vergüenza, se acercó a la chica que estaba a su izquierda y, tras un carraspeo para aclarar la voz y desentumecer la lengua trabada por el abundante riego, se presentó. Ella le dirigió una mirada oblicua, enigmática como la de una esfinge, y quizás igual de amenazadora. En el tono vacilante de su voz debió de percibir la turbación que le ofuscaba. Pero ella parecía igual de azorada, o quizá más. No esperaba un ataque relámpago por su costado, y menos aún un blitzkrieg; era evidente. Le respondió sin convicción, como quien farfulla una respuesta por no parecer maleducada, escupiendo las palabras sin gracia, como al desgaire; y le dijo su nombre, pero la música era tan estruendosa que no pudo oírlo. Sólo entendió que era francesa –he ahí una dificultad añadida–, y que estaba de Erasmus. Ése es el problema de los pubs y de las discotecas. Hay tanto ruido que se hace casi imposible entenderse, si bien es verdad que el ruido sirve de excusa fetén para acortar las distancias y sacar las armas de asedio. Sabía que al pedirle que repitiera su nombre iba a quedar como un estúpido, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Se disculpó por no haber entendido su nombre, y le pidió que se lo repitiera, por favor. Y ella se lo repitió, y él siguió sin entenderlo. ¿Pero es que el alcohol le había vuelto definitivamente lerdo? Muerto de vergüenza, se lamentó de no haberle entendido. Ella alzó la voz, pues realmente hablaba muy quedo y con ese acento entre gangoso y gaznápiro de los franceses que casi hacía una proeza entender algo en mitad de aquella trápala, y pronunció, por tercera vez, su nombre, entre gestos de visible hastío. ¿Jean? ¿Jeanne? Leer los labios habría sido un atajo. Él seguía igual de beocio. La cara descompuesta en una interrogación; los ojos bóvidos. Sonríe, estúpido, que no piense que eres tonto. Ella le devolvió una sonrisa profiláctica; las encías de un rosa coralino. Juana, en español, como Juana de Arco, puntualizó la chica. Ah, vale. Por fin lo entiendo. Es que hay tanto ruido. Perdóname. El cubata oscilando en su mano temblorosa, a punto de desbordarse sobre los pantalones de ella; la boca hisopando en su oído, lasciva y salivosa. Brindis de labios en grado de tentativa. Sequedad de garganta. ¿Quieres un trago? No, gracias. Soy abstemia. ¡Por Dios! Esta chica está más cerrada que una ostra pocha.
Sintió que todo estaba perdido, que su introducción no podía haber sido más calamitosa –Juana Calamidad–, pero prefirió morir en combate antes que retirarse. La clásica huida hacia delante. Como el general Custer. Con las botas puestas. De modo que, como en la mejor revolución soviética, fue quemando etapas, y le preguntó sin ambages si le apetecía quedar al día siguiente para hablar y conocerse más tranquilamente. Para su sorpresa, ella no rehusó la invitación y aceptó sin mostrar, en verdad, gran entusiasmo. La cita fue fijada con inusitada celeridad. El lugar de encuentro sería la plaza de Unamuno; la hora, las cinco de la tarde.
Y así terminó la noche. Sus amigos, que habían permanecido muy expectantes a sus maniobras orquestales en la oscuridad, le felicitaron por la victoria. ¿Pero había vencido? Si ni siquiera se habían dado un triste beso en la mejilla, eso que algunos pedantes llaman ósculo. De camino a casa, en el metro, no pudo evitar preguntarse si Jeanne aparecería al día siguiente, o si sólo le había dado largas para quitárselo de encima. Se vio a sí mismo como uno de esos energúmenos que aporrean las mamparas del metro a grito pelado o como los orates que molestan a las chicas con su tedioso baboseo. ¿Quizás había forzado en exceso la situación provocando así la huida precipitada de su presa?
La inquietud no le impidió dormir, pero el domingo se despertó con un mal presentimiento. Todo había sido tan raro. Cabía incluso la posibilidad de que no hubiera entendido el lugar y la hora. Si al ruido añadimos la dificultad del idioma y su extraña pronunciación, amén del aturdimiento propio de la embriaguez, sus sospechas se disparaban hasta el infinito. Sabía que corría el riesgo de que le dieran plantón. No era muy optimista, pero tenía una cita. Había dado su palabra y allí estaría, a la hora señalada.
Se vistió con esmero, eligió su camisa azul preferida, ésa de puño doble, se perfumó y se miró en el espejo más de lo habitual, con petulancia y galantería, sintiéndose un digno émulo del vizconde de Valmont, tras lo cual salió de casa y un cuarto de hora más tarde ya estaba en la plaza de Unamuno, con exquisita puntualidad británica. Como era de suponer, ella no estaba allí. Pero aún no eran las cinco. Esperó. Jeanne no aparecía. Cinco y cuarto. Jeanne seguía sin aparecer. Cinco y media. Sin noticias de Jeanne. Seis menos cuarto. Creo que me han tomado el pelo. Las seis. Jeanne no va a venir. Se ha reído de mí, está claro. Basta ya de esperar. Mejor me voy. Ya he hecho bastante el ridículo por hoy.
Y se fue a casa, cabizbajo y pisándose la autoestima. Engañado. Traicionado. ¿El que caminaba a su lado era él o su sombra? Imposible distinguirlo. Nunca le habían humillado con tanta crudeza. Nunca había sentido tamaña vergüenza. Si le hubiera tragado la tierra, creo que lo habría escupido a la superficie de pura indigestión. Como un géiser.
Después de todo, ¿le mintió o no entendió lo que le dijo? Nunca lo sabremos. Lo único cierto es que Jeanne no apareció. No hubo milagro ni epifanía en Orleáns.
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