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Epostracismo (la genética del tiempo)
Mar Jun 23, 2015 12:00 pm
Muchas veces, cuando miro a una persona, me pregunto qué clase de niño fue o qué infancia tuvo, si fue querido o si, por el contrario, sufrió algún trauma (del griego τραῦμα, herida), si creció feliz o si tuvo que enfrentarse demasiado pronto a las adversidades. Lo que fuimos es lo que somos, y también lo que seremos. Para lo bueno, pero sobre todo para lo malo, el pasado determina lo que está por venir, y marca a fuego nuestro carácter. El niño tímido e introvertido que se quedaba a solas dibujando en su pupitre mientras los demás niños jugaban a la pelota en el recreo, será, con toda probabilidad, un adulto creativo y solitario, con aptitudes artísticas y escasas habilidades sociales. Es difícil, por no decir imposible, sobresalir en todo, y nuestras fortalezas son también nuestras debilidades –y nada debilita más que el halago de nuestras flaquezas–. El pasado es pesado, tan pesado como el yugo que unce los bueyes, y no hay hecho que no depare consecuencias. Algunas tienen un efecto inmediato, pero la gran mayoría aflora a la superficie mucho tiempo después de haberse producido, como pequeños seísmos u ondas que se arremolinan en el agua acompañando a los saltos de un canto rodado –epostracismo–. Somos bolas de un péndulo que chocan entre sí, de la primera a la última, haciendo oscilar la inmovilidad del universo, su estática y fría melodía. En no pocas ocasiones, estas consecuencias se manifiestan de la forma más insospechada, y es por ello que a menudo se confunden las causas y las consecuencias, como si no quedara nítida la línea temporal ni las coordenadas espacio tiempo. Y sin embargo, un mínimo cambio, como desplazar una letra de lugar, altera el significado completo de la oración –la vida es una oración intransitiva–. No hay casualidad, sino causalidad. Estímulo, respuesta. Bofetada en la cara, mejilla dolorida. Todo tiene un porqué, todo ocurre por una razón, por fútil y banal que ésta sea –¿y qué razón tiene más de vana que la misma vida, a la que sólo la muerte otorga sentido?–. Soy porque estoy. Muero porque vivo. Sólo la maldad es tan banal como la vida, pero incluso ésta tiene un fin práctico, una teleología de la inmoralidad o una ontología inmoral presente ya en los niños, pues el impulso natural del niño es la destrucción egoísta de los bienes ajenos –si yo no puedo disfrutar de ellos, que nadie los disfrute–, un narcisismo exacerbado y un acusado sentido de la propiedad. Desde que despertó a la inteligencia, el hombre se ha afanado por ordenar la aleatoriedad del caos con meticulosidad matemática, de escanciador de estrellas. Pero la realidad, como el universo, aunque dúctil, también es opaca.
No es tarea fácil, pues, indagar en el origen de un trastorno o de una perturbación –la locura es una vibración sutil en el aire, un molinete o ruido blanco–, como tampoco lo es detectar una enfermedad en sus primeros síntomas. Somos tan inconscientes de los sentimientos que bullen en el estrato más profundo de nuestro Yo que es casi un milagro encontrar a alguien que sepa lo que quiere y que sea consecuente con sus actos y pensamientos. Nos creemos seres racionales, cuando en realidad casi todo lo que hacemos es irreflexivo, cuando no cabalmente ilógico; y no es infrecuente que en alguno de estos movimientos impetuosos, espasmódicos, de cola de reptil, atentemos contra nuestros propios intereses, como un barbero que se rebana el gaznate tras un mal afeitado y, sin quererlo, a ojos de los demás pasa por suicida. Cuántas veces la torpeza fue tenida por maldad. Así pues, las más de las veces actuamos por instinto, inconscientemente, a la manera de autómatas, pero si al menos ese instinto fuese bueno…
En verdad, las leyes del pasado son inexorables. Tanto como la genética. De hecho, hay una genética del tiempo que escribe, con mejor caligrafía que la sangre, nuestro ADN. Las cicatrices del tiempo son más evidentes si cabe que las de la piel, aunque no estén a simple vista, y es que las heridas internas nunca curan y nunca dejan de sangrar. ¿Cómo restañar o cauterizar una herida si no sabes o no puedes localizar el dolor –la etimología del dolor–? Visto así, la cara es un mapa de nuestra buena o mala estrella. Cada arruga, cada impureza representa una vicisitud o una preocupación de la que no nos hemos librado y de la que jamás nos libraremos. La tacha está ahí para recordárnoslo, como las manos ensangrentadas de lady Macbeth.
Empero, no importa el tiempo transcurrido ni los avatares padecidos que siempre reconoceremos un rostro de nuestra niñez como si fuera nuestro propio rostro, o quizá mejor, porque mirarse al espejo deforma la realidad, la cubre de una pátina brillante que difumina los trazos originales hasta hacerlos casi irreconocibles.
La infancia debería ser inviolable, el reino de lo efímero hecho eterno, pero lo cierto es que la infancia es cada vez más breve y más adulta, y tiene más de siniestra que de inocente. Como todo lo que madura antes de tiempo, está podrida.
El tiempo es ese bufón al que nadie ha logrado todavía hacer reír, la carta marcada que siempre nos llevamos a la mano cuando queremos hacer trampas.
La vida es un deseo insatisfecho, una larga erección que nunca llega al orgasmo. Y como el priapismo, duele, así que a veces se hace necesario amputar el miembro tumefacto, castrar la raíz de todo deseo.
Eso pensé cuando la conocí. Traté de imaginarme cómo había sido su niñez –sabía de buena tinta que no había sido feliz, que sintió desde su más tierna infancia el rechazo, y que a pesar del amor abnegado de sus abuelos siempre se vio a sí misma como una huérfana–, y deseé con toda mi alma haber estado a su lado para acompañarla, para mitigar en lo posible esa soledad y esa tristeza que, tiempo después, y ya convertida en mujer y poeta –aunque poeta lo fue siempre, aun antes de escribir poesía–, haría de ella su voz y su emblema. Fatídico emblema.
La poesía encuentra su refugio natural en la melancolía –humor negro–. Es musgo que se adhiere a la roca y crece en zonas húmedas y umbrías, pobladas de sombras, y gotea sangre como el colmillo de un vampiro insaciable. La poesía aún no ha salvado ninguna vida, pero ha condenado muchas almas.
No es tarea fácil, pues, indagar en el origen de un trastorno o de una perturbación –la locura es una vibración sutil en el aire, un molinete o ruido blanco–, como tampoco lo es detectar una enfermedad en sus primeros síntomas. Somos tan inconscientes de los sentimientos que bullen en el estrato más profundo de nuestro Yo que es casi un milagro encontrar a alguien que sepa lo que quiere y que sea consecuente con sus actos y pensamientos. Nos creemos seres racionales, cuando en realidad casi todo lo que hacemos es irreflexivo, cuando no cabalmente ilógico; y no es infrecuente que en alguno de estos movimientos impetuosos, espasmódicos, de cola de reptil, atentemos contra nuestros propios intereses, como un barbero que se rebana el gaznate tras un mal afeitado y, sin quererlo, a ojos de los demás pasa por suicida. Cuántas veces la torpeza fue tenida por maldad. Así pues, las más de las veces actuamos por instinto, inconscientemente, a la manera de autómatas, pero si al menos ese instinto fuese bueno…
En verdad, las leyes del pasado son inexorables. Tanto como la genética. De hecho, hay una genética del tiempo que escribe, con mejor caligrafía que la sangre, nuestro ADN. Las cicatrices del tiempo son más evidentes si cabe que las de la piel, aunque no estén a simple vista, y es que las heridas internas nunca curan y nunca dejan de sangrar. ¿Cómo restañar o cauterizar una herida si no sabes o no puedes localizar el dolor –la etimología del dolor–? Visto así, la cara es un mapa de nuestra buena o mala estrella. Cada arruga, cada impureza representa una vicisitud o una preocupación de la que no nos hemos librado y de la que jamás nos libraremos. La tacha está ahí para recordárnoslo, como las manos ensangrentadas de lady Macbeth.
Empero, no importa el tiempo transcurrido ni los avatares padecidos que siempre reconoceremos un rostro de nuestra niñez como si fuera nuestro propio rostro, o quizá mejor, porque mirarse al espejo deforma la realidad, la cubre de una pátina brillante que difumina los trazos originales hasta hacerlos casi irreconocibles.
La infancia debería ser inviolable, el reino de lo efímero hecho eterno, pero lo cierto es que la infancia es cada vez más breve y más adulta, y tiene más de siniestra que de inocente. Como todo lo que madura antes de tiempo, está podrida.
El tiempo es ese bufón al que nadie ha logrado todavía hacer reír, la carta marcada que siempre nos llevamos a la mano cuando queremos hacer trampas.
La vida es un deseo insatisfecho, una larga erección que nunca llega al orgasmo. Y como el priapismo, duele, así que a veces se hace necesario amputar el miembro tumefacto, castrar la raíz de todo deseo.
Eso pensé cuando la conocí. Traté de imaginarme cómo había sido su niñez –sabía de buena tinta que no había sido feliz, que sintió desde su más tierna infancia el rechazo, y que a pesar del amor abnegado de sus abuelos siempre se vio a sí misma como una huérfana–, y deseé con toda mi alma haber estado a su lado para acompañarla, para mitigar en lo posible esa soledad y esa tristeza que, tiempo después, y ya convertida en mujer y poeta –aunque poeta lo fue siempre, aun antes de escribir poesía–, haría de ella su voz y su emblema. Fatídico emblema.
La poesía encuentra su refugio natural en la melancolía –humor negro–. Es musgo que se adhiere a la roca y crece en zonas húmedas y umbrías, pobladas de sombras, y gotea sangre como el colmillo de un vampiro insaciable. La poesía aún no ha salvado ninguna vida, pero ha condenado muchas almas.
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