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Óscar Bartolomé Poy
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La última llama(da) Empty La última llama(da)

Sáb Jul 04, 2015 1:01 pm
En memoria de Sara Álvarez

Le contaron que aquella terrible noche en que se apagó la última luciérnaga que cintilaba en su pecho su voz clamó desde las oscuras profundidades de la tierra llamándole de un modo perentorio, desesperado, como el telúrico grito de un bosque devorado por las llamas. Se lo contaron porque él no estaba allí para apretarle la mano e infundirle el valor que necesitaba para afrontar aquel duro trance y una calma más aparente que real: “Tranquila, mi vida, no voy a permitir que nada malo te pase. Todo irá bien. Estoy a tu lado”. Pero lo cierto es que no estuvo a su lado, en la cabecera de la cama, donde le correspondía, para enjugar el frío sudor de su frente ardorosa y sostener el férvido pulso de la mano crispada en la sábana. Nunca se perdonaría no haber estado allí para acompañarla en el postrero estertor, para darle un último momento de felicidad y reposo y prometerle que siempre la amaría. Quién sabe, de haber estado, quizás incluso habría podido salvarla.

Le contaron también que en su violenta excitación nerviosa no hacía otra cosa más que conjurar y repetir su nombre una y otra vez, de forma obsesiva, como en un sortilegio o en una letanía, tal vez queriendo invocar su espíritu de la niebla de la memoria. Ella sentía la imperiosa necesidad de comunicarse con él. Quería llamarle y oír su voz por última vez, antes de que el silencio sofocase el cada vez más débil y amortiguado latido de la vida. De algún modo, en aquellos agónicos instantes ella supo, con la clarividencia que sólo dan la proximidad y la consciencia de la muerte, que su vida se consumía tan rápido como el pábilo de una vela, que toda su cera se había derretido y que a su llama titilante le había llegado el soplo final. De ahí que le apremiara hablar con él, hacerle depositario y albacea de sus últimos deseos, antes de que fuera demasiado tarde. Y por desgracia, así fue. Pero ¿qué quiso decirle? ¿Tal vez que le amaba más allá de la vida y de la muerte? ¿Que no la olvidase?, ¿que fuese feliz? Nunca lo sabría, y esa duda le mortificaba como una oblea candente en la lengua.

No podía dejar de pensar que mientras ella expiraba entre convulsiones y espasmos y su corazón se astillaba en miles de estrellas, él dormía ajeno a todo, a kilómetros de distancia, como si el mundo durmiera tranquilo, como si la muerte también durmiera. Pero la muerte nunca descansa, ni siquiera cuando el hombre sueña.

La ignorancia no siempre es una bendición. Debió haber sufrido con ella; debió haber sufrido por ella. Aunque poco antes de morir le pidió que la recordara en la sazón de la vida, cuando aún podía sonreír sin ocultar las lágrimas, y no en el declive de su enfermedad, siempre le faltaría aquella última imagen del fuelle de su pecho vaciándose de música, como una copa de amargo licor que apuran los sedientos labios de la muerte. Por doloroso que fuera, sus ojos debieron oír las cuerdas rotas de su canto, para nunca olvidar aquel silencio de acordeón. Porque hasta el acerbo resabio de la última gota de su vida era un trago más dulce que el más dulce néctar que su boca pudiera paladear. Un elixir como ése nunca más lo volvería a probar. Siempre se culparía de haber derramado aquella última copa. Qué triste, mi Amor, cuando la lasitud de la muerte separa las manos anudadas de los amantes.

“Me han quitado a mi bebé”, gemías en el delirio de la fiebre, cuando te extirparon la vesícula y te dolían los puntos como si te hubieran cosido el corazón, tan sólo unos meses atrás. No, mi vida, nuestro bebé está vivo, y nadie nos lo podrá quitar. Tú lo concebiste, y ahora que tú no estás para cuidarlo, yo lo cuido y lo alimento. Nuestro bebé es la poesía, y la poesía es inmortal, como tu alma, como nuestro Amor.

Sin embargo, sería injusto dejar de mencionar que los días previos sintió una tremenda angustia. Tuvo un mal presentimiento, como si intuyera que algo malo iba a suceder. Incluso llegó a sentir un inefable malestar físico, mareo, náuseas y dolor de estómago. Probablemente un psicólogo le habría dicho que estaba somatizando su ansiedad, pero para eso no necesitaba un psicólogo.

Cuando el lunes volvió al trabajo, le extrañó no recibir ningún mensaje suyo, y claro, se preocupó. Se preocupó mucho, hasta el borde del desasosiego. No era un comportamiento habitual en ella, al menos no en las últimas semanas, en las que había empezado a mostrar una sensible mejoría. Quizá fuera la engañosa mejoría que precede a la muerte. A él le engañó por completo, y eso acentuó aún más, si cabe, el devastador dolor de la pérdida. Habían acunado tantos sueños juntos. Tenían todo un proyecto de vida en común. Incluso habían planeado verse en agosto, tan sólo un mes y siete días después de su desaparición, confiando en que ella se encontraría más animada, en que habría vuelto a crecerle el cabello y que eso le haría reconciliarse con su desmejorado aspecto físico y tolerar su presencia. Y ahora todos esos sueños tan queridos se habían desmoronado como un castillo de naipes por la cruel baraja del tahúr destino, y permanecerían enterrados para siempre en el limbo de los sueños rotos, amputados de realidad, entre las cartas marcadas –y macabras– de la muerte. “Sería injusto que no pudiéramos cumplir todo lo que hemos soñado”, le había escrito ella en su último e-mail. Sí, mi Amor, es injusto. Lo sé, ahora lo sé más que nunca.

Una vez más la vida le obligaba a rectificar sus pasos y emprender un nuevo camino, con una nueva carga al hombro, más pesada que todas las que había soportado hasta entonces. ¿En qué parte del laberinto estaba ahora? Empezaba a sospechar que no había una salida, que desde el principio no había hecho más que andar en círculos, y que siempre volvería al punto de partida.

De nuevo había fracasado en su intento de salvar a quien más amaba. ¿Pero quién le había otorgado aquel papel de Mesías, de redentor? Si era evidente que no podía salvar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Él solo se lo había arrogado, en una muestra más de su inveterada megalomanía. ¿Acaso estaba siendo castigado por su soberbia? Así se sentía, como un Sísifo o un Prometeo, encadenado de por vida a una maldición, castigado por desafiar a los dioses.

Cuando al día siguiente, martes, recibió un e-mail de Eva, no necesitó leerlo para saber lo que había pasado. Sara había muerto la noche anterior. De una parada cardiaca. Eso le decía en aquella carta tan desangelada como su fluctuante amistad, siempre salpicada de suspicacias y envidias. “Superó la primera, pero no pudo con la segunda”, le decía. Los intentos de reanimarla fueron inútiles, baldíos.

Su corazón también se paró en aquel momento, tal vez queriendo imitarle y compartir su misma suerte, o desgracia. Sintió como si una mano invisible se lo estrujase, con una fuerza tal que hubiera podido perfectamente arrancárselo del pecho. Se quedó lívido al instante, como si la sangre hubiese dejado de fluir por sus venas. Apagó el ordenador, se despidió lacónicamente de sus compañeros de trabajo y salió de la oficina más pálido que un fantasma, paralizado, aturdido y con los ojos cenagosos.

La vuelta a casa resultó una pesadilla. Creyó advertir cómo los pasajeros del metro le observaban traspasándole con el bisturí de la mirada, leyendo la tristeza en la serena laguna de sus ojos y en su expresión huera, ausente. Su céreo rostro tenía la rigidez cadavérica de una máscara. Todo él parecía una cáscara vacía. Se encerró en su cuarto y lloró. Lloró amargamente. Lloró todas aquellas lágrimas cautivas que había reprimido durante su larga enfermedad –y sin embargo, vista ahora, qué corta le parecía, pues no hubo tiempo para una recuperación– para que ella no notase el obstinado pálpito de su desánimo.

Días después supo, por Eva, que ya en el hospital le pidió el móvil a su tío. Él permanecía a su lado, tratando en vano de calmarla, y asustado por su creciente estado de ansiedad –de la que él era uno de los principales responsables–. Intentó consolarla diciéndole que si tan importante era, le llamaría al amanecer, pero el sol no salió para ella. Al amanecer ya no había calor en su pecho yerto y frío, de cariátide. Las sábanas ocultaban su rostro como un sudario, y aquella triste y anónima habitación donde pasó sus últimas horas –y donde ningún perfume o ambientador podría hacer desaparecer jamás aquel penetrante olor a rosa marchita–, devino sombrío mausoleo.

Al caerse el telón de los ojos, en el proscenio de su boca, iluminada por las candilejas de la nueva vida que acababa de nacer, tembló y batió las alas una mariposa recién salida de la crisálida. Con ingrávida ligereza, hizo una pirueta en el aire y voló hacia la ventana abierta, atravesando el disco solar y bañándose en su próvida luz, pero ninguno de los allí presentes la vio. En sus alas moteadas tremolaba un lejano resplandor. Su alma se había elevado al cielo y viajaba al infinito, a la nebulosa de una estrella muerta, Xibalbá. Como Psique, había alcanzado la inmortalidad.

Era un 23 de junio, y aquel día, a pesar de que los rayos de sol jugaban alegremente con las lágrimas secas de sus pestañas abatidas, la alondra no cantó. Ahora tengo un año más y dos vidas menos. Mis cabellos han perdido el pigmento del sueño, y mi alma ha envejecido los años que tu cuerpo no vivió.

La fatalidad quiso que el móvil no tuviera batería, y además, él siempre lo dejaba apagado por las noches. ¿Cómo habría sido escuchar su voz trémula y azogada en el buzón de voz? No sabía si eso habría sido acaso más doloroso que aquel penoso silencio que había sellado sus labios a perpetuidad. Aún podía recordar su voz desfallecida –un susurro mortecino y apenas audible interrumpido por las lágrimas y los sollozos– la última vez que hablaron, unos pocos días antes de morir. Se la notaba tan fatigada. Casi no tenía fuerzas para articular palabra. Jamás olvidaría el desmayado timbre de su voz, ni su llanto de niña abandonada. Aquélla tenía que ser la voz de la Eterna Tristeza. El abrigo de mi voz no te quitó el frío de los labios, ¿verdad, mi Amor? Lo siento tanto.

“Habré de morir para dejar de nombrarte”, dejó ella escrito a modo de epitafio. Pero se equivocaba. La muerte no había apagado el eco de su voz. Él aún podía escucharla en lo más profundo de su piel de silencio, llamándole desde el umbral de la memoria.

Meses después de su partida, él aún seguía llamando a su número o enviándole mensajes en fechas señaladas, como su cumpleaños o Año Nuevo. Una parte de él, la más racional, sabía perfectamente que nunca le respondería –no podía responderle, estaba muerta–, pero otra parte –quizá la parte más fuerte de las dos, la soñadora–, no había dejado de fantasear con la idea de que de pronto volvería a oír su voz al otro lado de la línea. Y con toda seguridad, volvería a oírla sonreír, espléndida de vida. Como el bosque en el deshielo, mi siempre primavera.

¿Cuál no será la grandeza del amor que ni siquiera la muerte logra extinguir sus rescoldos humeantes? Él siempre esperó aquella última llamada, aun a sabiendas de que nunca se produciría, al menos no en los estrechos márgenes de la realidad.

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La última llama(da) Empty Re: La última llama(da)

Mar Jul 07, 2015 3:24 am
Óscar Bartolomé Poy escribió:
En memoria de Sara Álvarez

Le contaron que aquella terrible noche en que se apagó la última luciérnaga que cintilaba en su pecho su voz clamó desde las oscuras profundidades de la tierra llamándole de un modo perentorio, desesperado, como el telúrico grito de un bosque devorado por las llamas. Se lo contaron porque él no estaba allí para apretarle la mano e infundirle el valor que necesitaba para afrontar aquel duro trance y una calma más aparente que real: “Tranquila, mi vida, no voy a permitir que nada malo te pase. Todo irá bien. Estoy a tu lado”. Pero lo cierto es que no estuvo a su lado, en la cabecera de la cama, donde le correspondía, para enjugar el frío sudor de su frente ardorosa y sostener el férvido pulso de la mano crispada en la sábana. Nunca se perdonaría no haber estado allí para acompañarla en el postrero estertor, para darle un último momento de felicidad y reposo y prometerle que siempre la amaría. Quién sabe, de haber estado, quizás incluso habría podido salvarla.

Le contaron también que en su violenta excitación nerviosa no hacía otra cosa más que conjurar y repetir su nombre una y otra vez, de forma obsesiva, como en un sortilegio o en una letanía, tal vez queriendo invocar su espíritu de la niebla de la memoria. Ella sentía la imperiosa necesidad de comunicarse con él. Quería llamarle y oír su voz por última vez, antes de que el silencio sofocase el cada vez más débil y amortiguado latido de la vida. De algún modo, en aquellos agónicos instantes ella supo, con la clarividencia que sólo dan la proximidad y la consciencia de la muerte, que su vida se consumía tan rápido como el pábilo de una vela, que toda su cera se había derretido y que a su llama titilante le había llegado el soplo final. De ahí que le apremiara hablar con él, hacerle depositario y albacea de sus últimos deseos, antes de que fuera demasiado tarde. Y por desgracia, así fue. Pero ¿qué quiso decirle? ¿Tal vez que le amaba más allá de la vida y de la muerte? ¿Que no la olvidase?, ¿que fuese feliz? Nunca lo sabría, y esa duda le mortificaba como una oblea candente en la lengua.

No podía dejar de pensar que mientras ella expiraba entre convulsiones y espasmos y su corazón se astillaba en miles de estrellas, él dormía ajeno a todo, a kilómetros de distancia, como si el mundo durmiera tranquilo, como si la muerte también durmiera. Pero la muerte nunca descansa, ni siquiera cuando el hombre sueña.

La ignorancia no siempre es una bendición. Debió haber sufrido con ella; debió haber sufrido por ella. Aunque poco antes de morir le pidió que la recordara en la sazón de la vida, cuando aún podía sonreír sin ocultar las lágrimas, y no en el declive de su enfermedad, siempre le faltaría aquella última imagen del fuelle de su pecho vaciándose de música, como una copa de amargo licor que apuran los sedientos labios de la muerte. Por doloroso que fuera, sus ojos debieron oír las cuerdas rotas de su canto, para nunca olvidar aquel silencio de acordeón. Porque hasta el acerbo resabio de la última gota de su vida era un trago más dulce que el más dulce néctar que su boca pudiera paladear. Un elixir como ése nunca más lo volvería a probar. Siempre se culparía de haber derramado aquella última copa. Qué triste, mi Amor, cuando la lasitud de la muerte separa las manos anudadas de los amantes.

“Me han quitado a mi bebé”, gemías en el delirio de la fiebre, cuando te extirparon la vesícula y te dolían los puntos como si te hubieran cosido el corazón, tan sólo unos meses atrás. No, mi vida, nuestro bebé está vivo, y nadie nos lo podrá quitar. Tú lo concebiste, y ahora que tú no estás para cuidarlo, yo lo cuido y lo alimento. Nuestro bebé es la poesía, y la poesía es inmortal, como tu alma, como nuestro Amor.

Sin embargo, sería injusto dejar de mencionar que los días previos sintió una tremenda angustia. Tuvo un mal presentimiento, como si intuyera que algo malo iba a suceder. Incluso llegó a sentir un inefable malestar físico, mareo, náuseas y dolor de estómago. Probablemente un psicólogo le habría dicho que estaba somatizando su ansiedad, pero para eso no necesitaba un psicólogo.

Cuando el lunes volvió al trabajo, le extrañó no recibir ningún mensaje suyo, y claro, se preocupó. Se preocupó mucho, hasta el borde del desasosiego. No era un comportamiento habitual en ella, al menos no en las últimas semanas, en las que había empezado a mostrar una sensible mejoría. Quizá fuera la engañosa mejoría que precede a la muerte. A él le engañó por completo, y eso acentuó aún más, si cabe, el devastador dolor de la pérdida. Habían acunado tantos sueños juntos. Tenían todo un proyecto de vida en común. Incluso habían planeado verse en agosto, tan sólo un mes y siete días después de su desaparición, confiando en que ella se encontraría más animada, en que habría vuelto a crecerle el cabello y que eso le haría reconciliarse con su desmejorado aspecto físico y tolerar su presencia. Y ahora todos esos sueños tan queridos se habían desmoronado como un castillo de naipes por la cruel baraja del tahúr destino, y permanecerían enterrados para siempre en el limbo de los sueños rotos, amputados de realidad, entre las cartas marcadas –y macabras– de la muerte. “Sería injusto que no pudiéramos cumplir todo lo que hemos soñado”, le había escrito ella en su último e-mail. Sí, mi Amor, es injusto. Lo sé, ahora lo sé más que nunca.

Una vez más la vida le obligaba a rectificar sus pasos y emprender un nuevo camino, con una nueva carga al hombro, más pesada que todas las que había soportado hasta entonces. ¿En qué parte del laberinto estaba ahora? Empezaba a sospechar que no había una salida, que desde el principio no había hecho más que andar en círculos, y que siempre volvería al punto de partida.

De nuevo había fracasado en su intento de salvar a quien más amaba. ¿Pero quién le había otorgado aquel papel de Mesías, de redentor? Si era evidente que no podía salvar a nadie, ni siquiera a sí mismo. Él solo se lo había arrogado, en una muestra más de su inveterada megalomanía. ¿Acaso estaba siendo castigado por su soberbia? Así se sentía, como un Sísifo o un Prometeo, encadenado de por vida a una maldición, castigado por desafiar a los dioses.

Cuando al día siguiente, martes, recibió un e-mail de Eva, no necesitó leerlo para saber lo que había pasado. Sara había muerto la noche anterior. De una parada cardiaca. Eso le decía en aquella carta tan desangelada como su fluctuante amistad, siempre salpicada de suspicacias y envidias. “Superó la primera, pero no pudo con la segunda”, le decía. Los intentos de reanimarla fueron inútiles, baldíos.

Su corazón también se paró en aquel momento, tal vez queriendo imitarle y compartir su misma suerte, o desgracia. Sintió como si una mano invisible se lo estrujase, con una fuerza tal que hubiera podido perfectamente arrancárselo del pecho. Se quedó lívido al instante, como si la sangre hubiese dejado de fluir por sus venas. Apagó el ordenador, se despidió lacónicamente de sus compañeros de trabajo y salió de la oficina más pálido que un fantasma, paralizado, aturdido y con los ojos cenagosos.

La vuelta a casa resultó una pesadilla. Creyó advertir cómo los pasajeros del metro le observaban traspasándole con el bisturí de la mirada, leyendo la tristeza en la serena laguna de sus ojos y en su expresión huera, ausente. Su céreo rostro tenía la rigidez cadavérica de una máscara. Todo él parecía una cáscara vacía. Se encerró en su cuarto y lloró. Lloró amargamente. Lloró todas aquellas lágrimas cautivas que había reprimido durante su larga enfermedad –y sin embargo, vista ahora, qué corta le parecía, pues no hubo tiempo para una recuperación– para que ella no notase el obstinado pálpito de su desánimo.

Días después supo, por Eva, que ya en el hospital le pidió el móvil a su tío. Él permanecía a su lado, tratando en vano de calmarla, y asustado por su creciente estado de ansiedad –de la que él era uno de los principales responsables–. Intentó consolarla diciéndole que si tan importante era, le llamaría al amanecer, pero el sol no salió para ella. Al amanecer ya no había calor en su pecho yerto y frío, de cariátide. Las sábanas ocultaban su rostro como un sudario, y aquella triste y anónima habitación donde pasó sus últimas horas –y donde ningún perfume o ambientador podría hacer desaparecer jamás aquel penetrante olor a rosa marchita–, devino sombrío mausoleo.

Al caerse el telón de los ojos, en el proscenio de su boca, iluminada por las candilejas de la nueva vida que acababa de nacer, tembló y batió las alas una mariposa recién salida de la crisálida. Con ingrávida ligereza, hizo una pirueta en el aire y voló hacia la ventana abierta, atravesando el disco solar y bañándose en su próvida luz, pero ninguno de los allí presentes la vio. En sus alas moteadas tremolaba un lejano resplandor. Su alma se había elevado al cielo y viajaba al infinito, a la nebulosa de una estrella muerta, Xibalbá. Como Psique, había alcanzado la inmortalidad.

Era un 23 de junio, y aquel día, a pesar de que los rayos de sol jugaban alegremente con las lágrimas secas de sus pestañas abatidas, la alondra no cantó. Ahora tengo un año más y dos vidas menos. Mis cabellos han perdido el pigmento del sueño, y mi alma ha envejecido los años que tu cuerpo no vivió.

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“Habré de morir para dejar de nombrarte”, dejó ella escrito a modo de epitafio. Pero se equivocaba. La muerte no había apagado el eco de su voz. Él aún podía escucharla en lo más profundo de su piel de silencio, llamándole desde el umbral de la memoria.

Meses después de su partida, él aún seguía llamando a su número o enviándole mensajes en fechas señaladas, como su cumpleaños o Año Nuevo. Una parte de él, la más racional, sabía perfectamente que nunca le respondería –no podía responderle, estaba muerta–, pero otra parte –quizá la parte más fuerte de las dos, la soñadora–, no había dejado de fantasear con la idea de que de pronto volvería a oír su voz al otro lado de la línea. Y con toda seguridad, volvería a oírla sonreír, espléndida de vida. Como el bosque en el deshielo, mi siempre primavera.

¿Cuál no será la grandeza del amor que ni siquiera la muerte logra extinguir sus rescoldos humeantes? Él siempre esperó aquella última llamada, aun a sabiendas de que nunca se produciría, al menos no en los estrechos márgenes de la realidad.

No sé qué decir, creo que no puedo decir nada...había pensado no comentarlo, casi por respeto, qué se yo, pero, hay algo que debía decir, yo, recibí una llamada el mismo día,no escuché la llamada, tenía el movil en el bolso, tengo un mensaje en el contestador...decía, "ahora mismo llego, ves pidiéndome una cerveza bien helada"...No sabes cuantas veces he oído ese mensaje,no te lo puedes imaginar, borro todos los mensajes que recibo por miedo a que se pierda ese. Lo he oído millones de veces...ahora, hace un año que intento no escucharlo, pero, tampoco puedo borrarlo.

Un abrazo,

_María

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La última llama(da) Empty Re: La última llama(da)

Mar Jul 07, 2015 11:55 am
María,

es algo triste y sumamente doloroso, pero a la vez reconfortante y necesario, ese impulso ciego e irresistible de guardar su última esencia, la última huella que dejó sobre la tierra. Entiendo perfectamente lo que sientes, ese pulso entre querer retenerlo y dejarlo ir. Todos los que hemos sufrido una pérdida de esta índole nos entendemos. Aún recuerdo a Jesse Pinkman en 'Breaking Bad'. Hizo exactamente lo mismo que nosotros.

Un fuerte abrazo.

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