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Los grillos del verano Empty Los grillos del verano

Miér Jun 15, 2022 2:25 pm
(Por San Juan)

Los recuerdos que me habitan, debe ser cosa de la edad, florecen espontáneamente y de un modo lúcido que jamás hubiera pensado tiempo atrás. Cuánto más me trasportan a la infancia más luminosos llegan. Nací en un pueblo de la provincia de Granada aunque ya vivía en Barcelona desde los ocho años, puesto que mis padres al no traer yo un pan debajo del brazo al nacer, optaron por amasarlo y cocinarlo ellos mismos en la tahona de los sueños y el futuro que tenía su horno en Cataluña.
Mi afán, a esa edad infantil, era esperar el final del mes de junio, por San Juan, donde los días comienzan a prolongar las siestas y las cigüeñas tempraneras a volar, en esas fechas realizaba mi personal retorno al cuartel de verano o sea a mi pueblo natal.
Era un viaje sin fin a bordo de un tren ruidoso, de ritmo trepidante, donde la carbonilla inundaba sus plataformas y la carcoma de los asientos dejaba ver los tristes sueños de otros viajeros anteriores a nosotros, tren asilvestrado y humeante que nunca parecía llegar a su destino.
El "sevillano" tenía por sobrenombre dicho tren. Ese periplo se convertía en una gran aventura para mi.
Era como una travesía eterna, salpicada de lo que yo llamaba entonces peripecias, una de ellas siempre súbita y sorprendente debido a la aparición de una pareja de guardias civiles, enfundados en su capote verde, su rostro avinagrado, y aquéllos cinturones y tricornios acharolados como los mostachos que solían lucir, ebrios de brillantina, exigiendo documentaciones a todos nosotros viajeros de la nada.
Esa situación para un niño con la imaginación de tal, era como vivir su propia odisea, como un Ulises cualquiera, aunque en mi caso iba acompañado de mi madre y su hermosura.
En cualquier momento los sucedidos se multiplicaban a lo largo de las paradas de aquél ferrocarril que respiraba niebla húmeda:
Buhoneros de todas clases cargados de hojalatas y baratijas, ofrecían su bazar ambulante.
Pillos y tahúres de diverso pelaje retaban acertijos y tramposos juegos de manos a los posibles incautos.
Las alegres y frescas gitanas, con sus pequeñas ramas de romero verde, que ofrecían envuelto en sus risas con la pretensión de leer el futuro en las líneas de las manos de aquellos viajeros a cambio de la voluntad, sabedoras de que el porvenir de la mayoría de esas gentes que nos acompañaban y el de nosotros mismos ya estaba escrito en los rostros adustos de pesadumbres y destajos. De esa manera, y medio dormido por el cansancio, amanecíamos en Chinchilla. Cambio de máquina, y por fin, después de otras ocho horas largas dirección a Baza si no se prolongaban por alguna incidencia, que era lo normal, me encontraba al pie del apeadero abrazando a mis abuelos con el sueño del cansancio reflejado en mi rostro. Viaje en burra hasta la cueva. Sí, he dicho bien, mis abuelos vivían en una cueva en las afueras del pueblo.
Releo lo escrito, y me pongo en la evidencia propia de que soy un abuelo, pues yo venía aquí a hablar de los grillos del verano.

(Mi tío)

Entre los ocho y trece años de edad, cada verano, realizaba el mismo viaje.
Mis abuelos tuvieron once hijos, y en aquélla época solamente los dos más jóvenes vivían aún con ellos, Simón el mayor de los dos, apenas rondaba por la casa ya que trabajaba como criado en un cortijo alejado.
Y el más joven, José María, así se llamaba, apenas era seis años mayor que yo, asunto curioso ese, pues significaba que mis abuelos lo engendraron a una edad tardía; yo en mi estado infantil ni reparaba en ello. Con él compartía mi tiempo. El asunto es que dada tan pequeña diferencia de edad, en esos escarceos veraniegos nos comportábamos mi tío y yo como dos niños algo crecidos, eso sí, solo mandaba uno: mi tío.
Mi tío era un experto en saltar las tapias de las huertas, protegidas con una dentadura de cristales troceados como concertinas, esas huertas nos ofrecían a la vista sus manjares que en esa época estaban alumbrados de brevas, higos, cerezas, ciruelas y otros frutos tentadores.
También mi tío, era profundo conocedor de las pozas que estancaban el agua de los regatos cristalinos como una aurora temprana, y donde el cangrejo autóctono y único en su especie cambiaba el pijama de su esqueleto una vez al año.
En aquellas piscinas naturales aprovechábamos para bañarnos como Dios nos trajo al mundo, y de paso, atrapar (yo no, pues me daban miedo) algunos crustáceos que la abuela preparaba con una salsa andaluza de pimentón picante que encendía los ojos de mi abuelo con un brillo de ansias colmadas, como un pecado venial de pobre.
Mi tío,ademas, era un campeón en dar y entender la hora según se ponía o salía el sol, y en función de la misma o de sus acaloramientos adolescentes llevarme a los lavaderos de los cortijos cercanos para observar a las chicas que por allí andaban lavando, tendiendo, o recogiendo la ropa con sus canciones iluminadas de inocencia.
¡Uf! pero donde realmente era un profesional mi tío, era en el arte de atrapar grillos y yo pobre de mí... ni lo sabía. De donde yo venía, los niños no sabíamos como era los grillos, en qué lugar y como vivían, y mucho menos cazarlos.
Una tarde, mi tío me dijo:
hoy vamos a cazar algún grillo,
e inmediatamente completó la frase:
juntos, y sobre todo en silencio.
El silencio era casi lo único que nos sobraba en aquéllos secarrales inmersos en soledad, rotos solamente por el monótono cri- cri que sonaba alrededor nuestro y que una vez acostumbrados a su sonido casi lo dejas de percibir.
Siguiendo sus instrucciones me fijé en su modo de caminar: lento y sigiloso, escudriñando, mirando hacia el suelo y dejándose llevar solo por el oído.
Inmediatamente me transportó a las imágenes que yo muy a menudo retenía en mi mente, aficionado a leer y ver los cómics del lejano oeste donde el ejército americano usaba siempre un rastreador para conocer y descubrir por donde habrían podido dejar sus huellas los indios.
Si el grillo dejaba de cantar, me hacía un gesto como de comandante en jefe, ordenando detenerme, para a continuación y coincidiendo con el inicio del nuevo canto, seguir su sonido como con un radar en el aire, inexistente.
Al llegar a la madriguera que consistía en un pequeño orificio con galería horadada en el suelo, preparaba una pajita que siempre llevaba con él, como un rastrojo, y la hacía penetrar en lo hondo o de lado, en función de la orientación del pequeño agujero, la movía ligeramente y de repente
¡toma ya! aparecía un grillo negro y brillante, que a mi me recordaba, como por casualidad, el charol de aquéllos tricornios de la pareja de la guardia civil del tren.
Con su voz de máxima autoridad, militar por supuesto, mi tío me ordenaba poner la mano encima de la pequeña gruta e inmediatamente y con la habilidad de un partero experto y delicado, tomaba con suma delicadeza la pequeña criatura, o sea al grillo recién nacido del suelo y lo depositaba en su cuna, que era una caja de cerillas perforada con agujeros de alfiler, o en su caso un trocito de caña de la ribera del río, como bambú, ahuecada en su interior y preparada ex profeso para la ocasión la noche anterior.
Yo contemplaba absorto, y ese momento para mí era como una batalla ganada y no dejaba la ocasión para admirarlo como a un héroe. Mi tío .

Repetíamos la misma operación varias veces cada tarde, envueltos por esa canícula que embriaga el atardecer con luces incoloras de sed y aromas de crepúsculos sobre las eras vacías de cereal.
Al llegar a casa los guardaba en la misma sala (así llaman en Granada a los diversos espacios de habitabilidad en las casas- cueva) donde se almacenaban los cereales ya cosechados, y una vez dentro de la misma, buscaba con la mirada el viejo cajón de madera que algún día perteneció al conjunto de una mesilla de noche de recién casados para a continuación tomarlo en su mano, tapar la gaveta con los restos de una tela metálica procedente del residuo de un cedazo al que le faltaba la madera, y dentro ponía unas hojas de lechuga y trocitos de pepino, esa era la dieta de los grillos me decía. A continuación y con los restos de un trozo de sábana plena de recuerdos deshilachados, cubría la garita, sin olvidar de colocar un pequeño guijarro sobre ella. La voz de mi tío al final de esa operación, abandonaba el tono de autoridad militar y se ceñía más a un tono de ilustración didáctica, como la de un maestro cómplice con su alumno más perspicaz y añadía:
mañana te enseñaré a hacer una grillera.

(La jaula o grillera)

El paisaje cuasi desértico de la zona de la que hablo, era fértil en chumberas con sus flores multicolores y maduros ardientes frutos.

Mi tío me despertaba al albor de la mañana para realizar las tareas a primera hora, trabajo que consistía en cosechar un número indeterminado de pencas de las chumberas protegiéndonos las manos con una especie de guantes de esparto, y regresar a la cueva.
Una vez allí, con la navaja de su padre, recortaba tantas hojas como grilleras tenía previsto elaborar, les daba forma cuadrada y con un don de cirujano inigualable rasgaba una a una el resto de cañas huecas utilizadas para el refugio provisional del día anterior, hendía la navaja como un bisturí en las cañas y obtenía pequeños trozos parecidos a barrotes insignificantes, y con los mismos, cerraba la cabaña o grillera aparentando una jaula o cárcel en miniatura.

Por la mañana venía con una de ellas en sus manos, el grillo encerrado dentro, y colgaba el pequeño cuadrilátero, rústico y bético con el grillo dentro, al lado de la jaula del pájaro perdiz que todo el año tenían sujeta en la fachada de la cueva , y mi tío me decía:
espera.
La espera no se hacía de rogar, primero la patirroja desgranaba el cañón de su garganta elevando hacia las alturas una plegaria enamorada, para a continuación, proseguir con su repertorio de cantos en un celo tardío y prisionero que era como un noviazgo sin esperanzas.
Al filo de los primeros rayos de sol, y cuando terminaba en su clamor el bravo perdigacho, la pared de la fachada encalada recibía su calor, y aumentaba la temperatura en su piedra, era entonces cuando el grillo como olvidando su encierro nos soltaba agradecido su concierto con un timbre corto y afinado:
cri-cri, cri-cri, cri-cri....

De nuevo mi tío, mi héroe favorito de los veranos, se convertía ahora en un magnífico domador de grillos, con un ingenio que yo era incapaz de comprender, pero que no dejaba de admirar.
Una vez acabado el difícil asunto de las grilleras (en cinco años, jamas fui capaz de hacer una bien) en el mismo tono académico mi tío añadía:
Como todos los domingos, iremos con la burra al pueblo para hacer el trueque con el queso de cabra que el abuelo hace en la cueva y aprovecharemos para vender los grillos en su jaula.

(Se cambiaba dicho queso cuando estaba maduro en el mercadillo del pueblo cada domingo regresando con el fruto del cambio: pan del horno, y vino, además de algunas pesetas del único mesón que allí existía y que compraba alguna pieza)

Ese comentario diferente y extraño para mi, abrió de nuevo una inexplicable cuestión, ¿sería posible que hubiese gente que nos comprase los grillos enjaulados? no entendía yo nada.Casi no dormí el resto de semana, pasé el tiempo intentando aprender hacer grilleras, intentando salvar las vallas de las huertas, buscando la poza para atrapar unos cangrejos que me seguían dando miedo, visitando los lavaderos de las muchachas, en fin, intentando que pasara el tiempo lo más rápido posible para llegar al ansiado domingo....

El bullicio de aquel mercado tan pobre y singular, era muy superior a lo que allí se mecía, es decir cuatro paisanos voceando sus productos escasos, básicamente huevos, alguna gallina y pavos negros, aceite, fruta y vino del país; algún que otro gitano negociando la compra de animales cuya boca exprimían como un limón para observar la dentadura de los mismos, y en algún rincón, uno o dos puestos con pasteles caseros que de rústicos parecían guijos.
Pues hete aquí a mi tío, ofreciendo con verborrea ágil y divertida su ganadería insectil, encerrada en aquéllos minúsculos pretiles.
Para mi sorpresa en un solo paseo entre los mercaderes, consiguió amén del pan y el vino para la casa, trueque de un jilguero a cambio de dos celdas con inquilino, una bandeja de dulces de roscos de vino, que nos zampamos a la sombra de un emparrado al regreso, y tres pesetas. Todo ello por una casi docena de grilleras habitadas, lo recuerdo igual que si fuera ayer.
Corrían los años sesenta en España.
Mi viaje de regreso a Barcelona ese verano fue diferente, me sentía mayor.
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