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Óscar Bartolomé Poy
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Todas las chicas guapas saben cantar (Crisi XV) Empty Todas las chicas guapas saben cantar (Crisi XV)

Lun Jun 22, 2015 1:43 pm
<< Ella y él (los paisajes de la voz):

Él tenía un párpado desnudo, y ella un botón en el ombligo. Él tenía un labio andariego, y ella una ceja nefelibata. Él llevaba lápices de colores en los bolsillos, y ella una goma mágica para borrar las cicatrices de las medias. Él le descosía los veranos a las faldas, y ella pintaba mandalas con sus labios de ibis rojo. Él deshojaba los pétalos de su rubor, y ella le escanciaba gotas de rocío. Él se hacía un nudo en la corbata, y ella se anudaba a su cuello de garza. Él tenía una nuez moscada en la garganta, y ella un fular malva. Él tenía ojos de verde berilo, y ella en la frente un florín. Él se abrazaba al regazo de las rocas, y ella lamía carámbanos y gominolas con forma de corazón. Él contaba sus vértebras con el arco de la nariz, y ella le pedía un cuento para dormir. Él era el ruido de la ciudad, y ella la música de la naturaleza. Él dibujaba nidos en las ramas más altas de los árboles, y ella pintaba ases de picas en escayolas –siempre le gustó el arte efímero; los castillos ambulantes y el hielo derretido–. Él le decía “¿no es verdad?”, y ella terminaba cada frase con un “¿a que sí?”. Él hacía molinillos de viento con páginas arrancadas de revistas, y ella acariciaba su foto en la pantalla del ordenador. Él doblaba las rayas de las camisas, y ella hacía magia en la piel. Él cartografiaba los corazones, y ella le esperaba con su diario en la cueva de los nadadores. Él era un turista en su ciudad, y ella era extranjera en todas partes. Él era un náufrago de las horas, y ella era una luz a la deriva. Él era un autoestopista de veranos, y ella un ave de paso. Él era un viajero solitario, y ella un viaje sin destino. Él era el silencio de los números, y ella la geometría del helecho. Él pendía de un mástil, y ella le miraba desde el faro. Él entendía el amor como una gaviota –blanca escultura del mar–, y ella amaba las cerezas y los arándanos. Separados eran un cuadrado y un triángulo, dos figuras geométricas yuxtapuestas; juntos eran el sobre y la carta, la grafía ilegible del beso, una novela epistolar. (¿Sabrías dibujar un sobre abierto sin levantar el lápiz del papel?) Caminaban cogidos de la mano en noches solitarias; caminaban como sombras o funámbulos por los interminables paisajes de la voz. A veces también se sentaban en un banco junto al puente de Brooklyn a contemplar el suicidio del crepúsculo en las aguas negras del río Hudson o el idilio de la luna con la marea. Él era el Amor, y ella la Poesía. Él tenía un párpado desnudo, y ella le cerraba los ojos con un soplo de mar.

Más allá de la muerte y de los bancos en las avenidas de tilos estás tú. Y él le dijo: “Te amé como la oscuridad ama la luz de una estrella que se apaga”, y ella le respondió: “Eso es como decir lo siento cuando ya te has ido”. ¿De qué sirve llorar a una silla vacía? Pero las sábanas retienen por unos segundos el calor de tu cuerpo, y aunque tire de la manta, no me llega a los pies.

Ella bailaba como Isadora Duncan –con la majestuosa presencia de un cisne negro–, y él movía sus labios (no los suyos, sino los de ella) con la mente (siempre fue muy ducho en telequinesia, sobre todo cuando se trataba de alcanzar besos). Ella era el abalorio de la danza –Terpsícore, la musa que a todos deleita–, y él era un ábaco sin cuentas, el sueño en duermevela. Ella hacía senderismo, y él conocía todas sus sendas. Ella era una guitarra, y él una cuerda rota. Ella leía el Libro del Tao, y él no sabía decir no al Arte de la Guerra. Ella era locutora y su voz viajaba a través de las ondas, y él movía el dial para sintonizar su emisora. Ella improvisaba poemas en una servilleta de papel, y él escribía ecuaciones en el vaho del espejo. Ella era una línea de universo, y él un lazo cerrado. Ella era el plan imprevisto, el gesto espontáneo, y él era el viaje organizado. A ella le gustaba el brownie de chocolate, y a él la filosofía del tocador. Ella era la golondrina, y él, el Príncipe Feliz. Ella le miraba desde el faro, y él se escondía detrás de una ola. Ella era una estrella fugaz, y él le pidió un deseo. Ella le dejó solo, y él la amaba por los dos.

Ella me veía como un cuadro de Mariano Fortuny: impreciso, antiguo, lejano, vagamente misterioso, como un zoco en Tánger. Llevaba ladeada en la cabeza una boina parisina –siempre sintió una desenfrenada pasión por la pintura y los croissants– y un kimono de Sakura para el ritual del té. Al romper el día escribía poemas en un abanico y me abanicaba con sus versos de amor. (El amor siempre es una re-evolución.) Caminaba flotando en una nube rosada como la aurora y me miraba con ojos de barquillo de chocolate. Cuando bebía un cóctel –un Dry Martini, a pequeños sorbos– dejaba la aceituna –sin hueso– para el final. En el cine se quitaba los pendientes de aguamarina, los ponía en mi mano y luego me cerraba el puño, como si quisiera que le guardara un secreto. También me escribía un te quiero en el hombro con la tinta evasiva de sus dedos –que se extendía por mi piel como un tatuaje ebrio o una mariposa nocturna–, y después me preguntaba si podía leerlo. Por supuesto, yo le mentía, pero ella no lo notaba; o quizá sí, pero le daba igual. Porque al final todo era un pretexto para susurrármelo al oído con la querencia del verbo amado.

A ella le gustaba bailar la canción de Tiempos Modernos, aquella desternillante Charabia, deslizando los pies hacia atrás como en un moonwalker. A veces, cuando estaba muy contenta, y eso ocurría a menudo, también hacía la danza del vientre con un zumo de naranja en el ombligo. Él le acercaba las chanclas cuando salía de la ducha, y ella se lo agradecía con un besabrazo. Cuando lloraba le enjugaba las lágrimas y hacía con ellas barcos de sal.

Se ejercitaba como un espadachín persiguiendo gatos. Mantenía el equilibrio de los hombros con un libro en cada mano. Se metía por estrechas callejuelas, saltaba de dos en dos los peldaños de las escaleras y me sorprendía en las esquinas con un beso amontillado. Tenía la naturalidad que a mí me faltaba, y me hacía reír cuando tenía ganas de llorar. Todo en ella rebosaba el encanto de una gracia infantil.

Se alojaba en inviernos de adamante (hada amante) y en lágrimas casamenteras. Seguía la pista de sus labios en los latidos de una caracola. Le acariciaba con voz de terciopelo. De su oreja colgaban hilos de lluvia finos como diamantes (amantes de día). Su amor se acicalaba con pétalos de rosa. Suspiraba como una bañera sin agua o una canción de cantinera. Perseguía cometas en el cielo y dientes de león. Hacía de todo para que no le faltara de nada. Incluso se acostaba, como una odalisca o Sherezade, a su vera, para apaciguar con su canto su sed de estrellas.

Somos la cuerda del boxeador, el sueño del seductor, la guinda del pastel, el interruptor de la luz, el señuelo del halcón, la letra bordada del pañuelo; somos peces de otro océano. Somos la poesía del adiós y el quizás tres veces repetido del bolero. Somos la rosa del asteroide, el baobab y el cordero. Somos el árbol de Teneré, el mensaje de la paloma, la lágrima furtiva, el envoltorio del caramelo; somos el último pasajero. Somos dos vasos comunicantes y un sueño paralelo. Somos la vértebra del sol, la lengüeta del tornado, la tapa del piano, la musa del poeta; somos el capote rojo del torero. Somos el teorema de Fermat, la sucesión Fibonacci, la conjetura de Goldbach, el teorema de Tales; somos números enteros. Somos el vuelo del águila y la incisión del escalpelo. Somos lo que somos y siempre lo seremos.

Cae la noche de costado, como un atajo al Paraíso o un zapato sin suela. El sol se despega de mis pisadas. Sopla un viento contingente. Me creí la aljaba del verano, pero hay un aura de decadencia en mis versos, como una estatua sin libertad. Esta noche no aplazaré el deseo de verte. Te rodearé con mis piernas como el lago Trasimeno. Lloro la muerte de mi sombra. Qué artista muere conmigo, aquí, en mis talones forrados de negro, en mis pies que ya no resisten el suelo.

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©️ Óscar Bartolomé Poy. Todos los derechos reservados.
I loved you like the darkness loves the brightness of a dying star.
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