- Óscar Bartolomé PoyFundador del ParnasoGenerador de debatePremio a la participación activa en el foroInsignia de oroDistinción al poeta que obtiene el reconocimiento de los demás compañerosPopularidadGalardón al poeta cuyos temas gustan a la comunidadMirmidónVeterano del foro
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Todas las chicas guapas saben cantar (Crisi VII)
Vie Jun 12, 2015 9:55 am
<< Ciclogénesis:
“Incluso cuando quiero alejarte, te beso”. Y mientras leo, suena Siboney. Y mientras leo, la música arropa mis lágrimas. La música envuelve en tules de seda mi soledad (sol de seda, sol de edad), y las lágrimas descomponen mi sonrisa en una tarta de nata. Aún no sé si te leo para compadecerme o para que el dolor me atraviese con su flamígera espada.
Me gustaba el timbre de tu voz cuando me llamabas como un tren a medianoche, incluso cuando me decías, con trémula arquitectura de araña, ya no te quiero. (Y lo decías con tanto amor que yo no podía sino quererte un poco más, y lo repetías con tanto ardor que temblaban los raíles de la voz y su catenaria; y es que, en tu boca, un ya no te quiero es un te querré siempre.) Me gustaba porque sabía que no era cierto, porque, como todo el mundo sabe, Anna Karénina nunca se arrojó a las vías del tren. Era más probable que se hubiera entretenido contando pisadas en la nieve o en quitarse un chicle del pelo. Las despedidas siempre son una estación de tren, un largo adiós de humo y nieve y ruedas pesadas que se mueven. La espera es una lombriz anillada que se estira y se contrae, y que al final un pie desaprensivo o simplemente descuidado pisa dejando sobre el pavimento una mancha viscosa.
Como la cara lívida de Liv Ullmann que se aleja lentamente de la tenue luz de las velas para adentrarse poco a poco en un mapa de tinieblas, tu voz oscila entre gritos y susurros. Mi voz, en cambio, es una locomotora que atraviesa túneles oscuros y lóbregas cavernas, y que a mitad de trayecto descarrila en un círculo de luz, como la mariposa que garabatea zarcillos en el aire.
El viento que me derriba no pertenece a ninguna nación, no tiene dueño. No puedes decir viento francés, porque el viento no viene de Francia. Ni el viento ni los niños vienen de París. Si acaso las cigüeñas.
En mi mundo de techos bajos y acentos circunflejos una i !nvertida es un signo de exclamación, y una pirámide invertida es el segmento superior de un reloj de arena, donde el tiempo se fuga y se hace lágrima el amor. Me estoy volviendo gris ceniza, trinchera y línea Maginot. Me estoy volviendo una canción aguardentosa de Tom Waits. Pero sigo siendo aquel viajero sentimental que una vez cruzó el puente de tus cejas bajo una lluvia racimosa y grabó en los tablones de los bancos de nuestra infancia: “Yo estuve aquí y vi llover como la sombra líquida de un árbol”.
En el delirio de la fiebre gritabas que te habían quitado a tu bebé, y que yo estaba por llegar. Nadie lo entendía –ni tú misma lo entendías–, pero ese bebé era yo en aquella foto de la infancia que te enseñé. Tal vez no lo recuerdes, pero siglos atrás, en algún fugitivo vagón del tiempo o en un recodo neblinoso de esta puta vida, ya olvidada de todos y por todos, yo nací de ti –fui embrión, heraldo y epifanía–, y cuando pasen otros tantos siglos, centurias o milenios, tú volverás a nacer en mí, pues lates en mi sangre y tiemblas en mi voz. Todos los ríos de mi vida nacen y mueren en tu mar. Lo dicen los oráculos. Viviremos siempre juntos. (“Together we will live forever.”)
Una tenue brisa bruma hasta hacer irreconocibles los escaques del tablero. Soy el rey que nunca enroca con la torre en el marfil; soy un caballo dadaísta. Estallo en el núcleo de la célula y arengo la gramática de las plaquetas.
El deseo camina de puntillas como una bailarina de Degas sobre una pestaña de luz (luz de gas). Mi locura es una transición a negro, una luna bipolar. La muerte es la coda del poema, la pirueta fatal del aviador, su instinto kamikaze. En el último acto siempre irrumpe Falstaff (con F for Fake).
Las nubes no ocultan el sol aunque el cielo sangre plumas negras. Lo que escribo está encerrado en una cápsula del tiempo. Mis lectores aún no han nacido o tal vez ya hayan muerto. Mi poesía es un feroz buitre leonado; si te acercas mucho, te picotearé el hígado y las entrañas. Deletreo poemas en código Morse. Escribo poemas amargos en una celda de miel. Los árboles lloran hojas secas sobre la tumba anónima del poeta, y la luna verde limón se alza lasciva y reptante, con hoyuelos escarlata y alas de té rojo.
“Incluso cuando quiero alejarte, te beso”. Y mientras leo, suena Siboney. Y mientras leo, la música arropa mis lágrimas. La música envuelve en tules de seda mi soledad (sol de seda, sol de edad), y las lágrimas descomponen mi sonrisa en una tarta de nata. Aún no sé si te leo para compadecerme o para que el dolor me atraviese con su flamígera espada.
Me gustaba el timbre de tu voz cuando me llamabas como un tren a medianoche, incluso cuando me decías, con trémula arquitectura de araña, ya no te quiero. (Y lo decías con tanto amor que yo no podía sino quererte un poco más, y lo repetías con tanto ardor que temblaban los raíles de la voz y su catenaria; y es que, en tu boca, un ya no te quiero es un te querré siempre.) Me gustaba porque sabía que no era cierto, porque, como todo el mundo sabe, Anna Karénina nunca se arrojó a las vías del tren. Era más probable que se hubiera entretenido contando pisadas en la nieve o en quitarse un chicle del pelo. Las despedidas siempre son una estación de tren, un largo adiós de humo y nieve y ruedas pesadas que se mueven. La espera es una lombriz anillada que se estira y se contrae, y que al final un pie desaprensivo o simplemente descuidado pisa dejando sobre el pavimento una mancha viscosa.
Como la cara lívida de Liv Ullmann que se aleja lentamente de la tenue luz de las velas para adentrarse poco a poco en un mapa de tinieblas, tu voz oscila entre gritos y susurros. Mi voz, en cambio, es una locomotora que atraviesa túneles oscuros y lóbregas cavernas, y que a mitad de trayecto descarrila en un círculo de luz, como la mariposa que garabatea zarcillos en el aire.
El viento que me derriba no pertenece a ninguna nación, no tiene dueño. No puedes decir viento francés, porque el viento no viene de Francia. Ni el viento ni los niños vienen de París. Si acaso las cigüeñas.
En mi mundo de techos bajos y acentos circunflejos una i !nvertida es un signo de exclamación, y una pirámide invertida es el segmento superior de un reloj de arena, donde el tiempo se fuga y se hace lágrima el amor. Me estoy volviendo gris ceniza, trinchera y línea Maginot. Me estoy volviendo una canción aguardentosa de Tom Waits. Pero sigo siendo aquel viajero sentimental que una vez cruzó el puente de tus cejas bajo una lluvia racimosa y grabó en los tablones de los bancos de nuestra infancia: “Yo estuve aquí y vi llover como la sombra líquida de un árbol”.
En el delirio de la fiebre gritabas que te habían quitado a tu bebé, y que yo estaba por llegar. Nadie lo entendía –ni tú misma lo entendías–, pero ese bebé era yo en aquella foto de la infancia que te enseñé. Tal vez no lo recuerdes, pero siglos atrás, en algún fugitivo vagón del tiempo o en un recodo neblinoso de esta puta vida, ya olvidada de todos y por todos, yo nací de ti –fui embrión, heraldo y epifanía–, y cuando pasen otros tantos siglos, centurias o milenios, tú volverás a nacer en mí, pues lates en mi sangre y tiemblas en mi voz. Todos los ríos de mi vida nacen y mueren en tu mar. Lo dicen los oráculos. Viviremos siempre juntos. (“Together we will live forever.”)
Una tenue brisa bruma hasta hacer irreconocibles los escaques del tablero. Soy el rey que nunca enroca con la torre en el marfil; soy un caballo dadaísta. Estallo en el núcleo de la célula y arengo la gramática de las plaquetas.
El deseo camina de puntillas como una bailarina de Degas sobre una pestaña de luz (luz de gas). Mi locura es una transición a negro, una luna bipolar. La muerte es la coda del poema, la pirueta fatal del aviador, su instinto kamikaze. En el último acto siempre irrumpe Falstaff (con F for Fake).
Las nubes no ocultan el sol aunque el cielo sangre plumas negras. Lo que escribo está encerrado en una cápsula del tiempo. Mis lectores aún no han nacido o tal vez ya hayan muerto. Mi poesía es un feroz buitre leonado; si te acercas mucho, te picotearé el hígado y las entrañas. Deletreo poemas en código Morse. Escribo poemas amargos en una celda de miel. Los árboles lloran hojas secas sobre la tumba anónima del poeta, y la luna verde limón se alza lasciva y reptante, con hoyuelos escarlata y alas de té rojo.
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